Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Los últimos españoles

RECIBÍ la invitación del último libro de Hugh Thomas, Beaumarchais en Sevilla. El investigador que se españolizó cuando una Semana Santa se alojó en el hotel Inglaterra. Y que años después, buscando información para un monumental estudio sobre la trata de esclavos, encontró entre los legajos del Archivo de Indias a un Hugo Tomás que era el capitán de un carguero de tan oprobiosa carga.

Estos ingleses son los últimos españoles. Les fascina tanto este país que si algún día hubiera un riesgo serio de quiebra, se alinearían en escuadra de gurkas para evitar el estropicio. No sé si en la Arcadia de Zapatero, cuando todos los españoles hablemos inglés, seguirá despertando tanto interés entre los hispanistas. Nunca hubo viaje de vuelta. No hay inglesistas. Allí sólo mandamos enfermeras y futbolistas. Amén de viajes relámpago para conseguir bagatelas en Harrod's. A falta de españolistas, nos salvan los hispanistas. En este tiempo en que el gentilicio recoge desdenes endógenos en el aquelarre del despiece, en ese carnaval del nacionalismo en el que lo antiguo se disfraza de moderno -llamémosle tribu sin ambages-, el egoísmo de solidaridad y la pobreza mental de reivindicación, quedan un puñado de ingleses que en su Armada Vencible de letras siguen conjugando la fascinación por quien les llamó pérfida Albión. ¡Qué hallazgo!

John H. Elliott le dedicó media vida al conde-duque de Olivares. Su síndrome de Stendhal, para desgracia de su mujer, nació en una visita estudiantil al museo del Prado, en la contemplación extasiada del retrato ecuestre de valido firmado por Velázquez. A Julian Pitt-Rivers le llamaban don Julián en Grazalema. Llegó a España con una recomendación de Gerard Brenan -don Geraldo para los alpujarreños que nunca estuvieron en Bloomsbury-, con una credencial del Manchester Chronicle y firmó el primer estudio antropológico de un municipio andaluz. Le cambió el nombre, Alcalá de la Sierra, para burlar a los censores. Había sido preceptor del príncipe de Iraq y me lo presentó una mañana de primavera José María Pérez Orozco. Como otros hispanistas, lo tomaron por espía.

A Raymond Carr el flechazo le llegó en su luna de miel en Torremolinos, que entonces era un modesto pueblo de pescadores. Herodoto de la España pendular, siempre escindida, siempre cainita, vivió la paradoja de votar laborista y lamentar la prohibición de la caza del zorro. Una contradicción muy goyesca. El primer libro que Ian Gibson publicó sobre García Lorca lo leí en una imaginaria de la mili. Me abrazó una noche cuando le dije que acababa de terminar el Ulises de Joyce, con ese remate tan andaluz de Molly Bloom, hija de la gibraltareña Lunita Laredo.

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