Con la edad, el tiempo se acelera y aumenta nuestra conciencia de su endiablada fugacidad. Quizá porque mis amaneceres van siendo muchos, me persigue la permanente sensación de que aquello que me ocurre, sea relevante o banal, me está ocurriendo por última vez. Me encuentro con un amigo y, tras la despedida, no puedo evitar el pálpito, ilógico pero hiriente, de que acaso ya no lo volveré a ver. Llega el verano y lo recibo con la solemnidad que merece su intuida condición de postrero. Visito una ciudad y, al partir, mis ojos se afanan en atesorar imágenes que tal vez no tendré nueva ocasión de contemplar.

Me consuela, eso sí, comprobar que no se trata de una anomalía extraña, morbosa, surgida en exclusiva de las rarezas de mi alma pesimista. En una página atinada de su Cuaderno de apuntes -Nunca más- , reflexiona Michael Ende sobre las consecuencias que produciría el saber con certeza que tal o cual circunstancia de nuestra existencia pone fin a la serie de sus presuntamente iguales. Rosa Montero, en La carne, insiste en un argumento similar: la gente casi nunca percibe cuándo es la última vez que hace algo que le importa. O incluso que no, añadiría yo.

En realidad, si profundizamos algo más, poco tienen que ver los años, ni el trecho corto o largo de camino recorrido: todo instante de cualquier biografía es absoluta y estrictamente irrepetible. Llegarán otros parecidos, engañosamente semejantes, pero jamás nadie revivirá ese mismo momento suyo. En tal sentido, pavorosamente lúcido, todo lo que nos sucede (hechos, palabras, penas, encuentros, azares, silencios, ausencias, alegrías, actos), nos sucede siempre por última vez. Como cera de una vela inexorablemente encendida, nuestros segundos, únicos y huidizos, gotean sin pausa sobre el candelabro.

Ante tan dramática evidencia, cabe agradecer, como Ende, que nos gane la ignorancia y que olvidemos, o lo finjamos, la crueldad del reloj. O cabe también que, asumiendo la grandeza del reto, reconozcamos en el tránsito la verdadera y humanísima esencia de lo que somos. Esta segunda actitud implica desechar la anestesia, preguntarnos cuánto hay de derroche en nuestra forma de consumir los días, de relacionarnos con los demás, de vivir nuestra vida. Porque se nos escapan sin remedio, no hay minuto nuestro intrascendente. Y malbaratar, desapasionándolo, simplemente uno, no deja de parecerme el modo más estúpido e insensato de ir muriendo y de morir.

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