Ad hoc

Manuel S. Ledesma

La torre de Babel

SEGÚN se cuenta en el capítulo 11 del Génesis, en el tiempo en que toda la tierra era de una lengua y se empleaban las mismas palabras; los hombres partieron hacia oriente y se asentaron en una llanura en la región de Mesopotamia. Una vez allí (gracias al descubrimiento del ladrillo), decidieron construir una torre cuya cúspide llegara al cielo. Descendió Jehová (por aquel entonces, todavía estaba interesado en la evolución de sus criaturas) para echarle un vistazo a la edificación y concluyó sabiamente (no en vano es omnisciente) que si los hombres tenían éxito en aquella, su primera tarea, nada de lo que se propusieran hacer en el futuro les resultaría imposible mientras formasen un mismo pueblo y todos hablasen la misma lengua. En consecuencia Jehová decidió utilizar otro de sus superpoderes (la omnipotencia) para confundirles las lenguas y que no se entendieran unos a otros. El resultado de la intervención divina fue que el rascacielos tendría que esperar más de 20 siglos para verse hecho realidad y que, de paso, naciese un nuevo negocio: las academias de idiomas.

La misma estrategia que sirvió para truncar la torre de Babel (como bien dice otro libro bíblico, el Eclesiastés: "no hay nada nuevo bajo el sol") ha sido empleada por los políticos españoles (supliendo, eso sí, la falta de poderes sobrenaturales por grandes dosis de desvergüenza) para dividir al país con el único objetivo de conservar sus privilegiados status de gobernantes. Bajo el eufemismo de política lingüística y con la inestimable colaboración del gobierno central, los gobiernos autonómicos con lenguas autóctonas se han empeñado en aculturizar a sus ciudadanos suprimiendo de raíz el estudio y conocimiento del idioma de todos: el español. La promoción de estas quiméricas lenguas propias no tiene más propósito, tal como en Babel, de aislar primero, y separar después, a los habitantes de estas modernas taifas en que se ha convertido el estado español.

Una foto aparecida en los periódicos resulta especialmente esclarecedora del disparatado camino por el que nos llevan -con nuestra anuencia- los políticos. En ella se puede ver como el tercer vicepresidente del gobierno (el notable dirigente andaluz -y mejor padre- Manuel Chaves) lleva un auricular en su oreja durante una sesión del Senado. No es que nuestro eximio paisano estuviese atendiendo al discurso de ningún mandatario extranjero, ni tampoco que, aburrido por las plúmbeas intervenciones de los senadores, se entretuviese escuchando la radio o algún aire folclórico en su MP3; en realidad, atendía a las traducciones que del catalán, del gallego, del vasco y del valenciano hacían al castellano los siete interpretes que, a 6.500 euros el jornal, ha contratado la tan onerosa como inútil cámara alta de nuestras Cortes. Ajenos a cualquier atisbo de sentido común, los senadores ven con naturalidad que se gaste el dinero público (del que no andamos sobrados) en frivolidades tan ridículas como comunicarse por medio de intérpretes un instante después de haberse contado chistes en la cafetería en un fluido español. Desde luego, con semejante personal, Jehová no hubiese tenido ni que molestarse, ellos solitos se bastan para dar al traste con un país.

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