Los rostros de las vírgenes que han procesionado durante estos días son todos de amargura y de pena. Aunque se les grite guapa, al cielo con ella, aunque se las meza y se las aplauda, las vírgenes de la Semana Santa evocan, al menos en su origen, la viva imagen del dolor. Vírgenes tristes, desconsoladas, todas con sus lágrimas fulgurantes en la mejilla, todas con el rictus de la impotencia, de quien se contrae ante la experiencia de un sufrimiento inhumano.

Al verlas, al escuchar esas saetas clavadas como dardos en la garganta de quien las canta y en el corazón de quien las escucha, somos cubiertos por un manto de pena. Da igual que la figura del palio sea objeto de devoción o de curiosidad. Es una mujer que sufre. Como tantas, tantas otras en el mundo. Por eso he pensado esta semana a menudo en el dolor de las mujeres. En las figuras enlutadas que acuden a los cementerios, en los rostros desfigurados de las víctimas de la violencia doméstica, en los centenares de mujeres y niñas secuestradas en Nigeria por Boko Haram, en las 43 chicas guatemaltecas calcinadas dentro de una casa de acogida que debía servirles de protección y se convirtió en un cepo criminal… Mujeres a cuestas con su sufrimiento, que solo se hace patente cuando la desgracia o la muerte atraen a los medios de comunicación. Mujeres invisibles, mujeres con el corazón roto, mujeres sin esperanza.

He escuchado decir a menudo que el cambio será con las mujeres o no será. A veces cuesta creer que algún cambio, con mujeres o sin ellas, sea posible. A pesar de eso las mujeres son el emblema de la resistencia. Fueron las primeras en llenar las calles tras la victoria de Trump, o marcharon unidas, palestinas e israelíes, para exigir un acuerdo de paz entre ambas naciones, por poner solo un par de ejemplos recientes. Viendo a esas vírgenes mecidas ante un público enfervorizado he pensado también en ellas. O en las Madres de Plaza de Mayo argentinas, o en las de Candelaria colombianas. Todas, como canta Pedro Guerra "rebuscando a tientas en la oscuridad".

La desesperanza es una arraigada realidad para muchas mujeres, acostumbradas a que nunca les suceda nada bueno, acostumbradas a resistir, a permanecer. Quizás no sea el momento de agarrarse al optimismo, tanto si se es hombre como mujer. Pero el optimismo no es un ingrediente necesario para cambiar el futuro, lo importante es seguir trabajando. Y en esto las mujeres pueden dar muchas lecciones.

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