Dentro del clima guerracivilista que emponzoña las aguas del Betis hay cosas que no cuadran. Se trata de la permanencia a cargo del equipo de un entrenador públicamente condenado. Y es que tras el ridículo en Villarreal, nadie con cargo de responsabilidad en el club ha desmentido lo que es vox populi. La calle ya ha dictaminado el despido de Gustavo Poyet y nadie del club lo ha desmentido, pero el charrúa sigue con el chándal.

Hay algo que no admite discusión en este Betis y es que a fuer de dinamitar proyectos, el club siempre está en manos de principiantes a los que no se les da tiempo a que tome la senda adecuada. Conocedores de su propio desconocimiento se entregan con armas y bagaje al director deportivo de turno, del que empiezan a desconfiar en cuanto comprueban que las cosas no salen como pensaban. Y así está el asunto, con todos mirándose de reojo mientras el técnico sigue.

Está claro que el siempre aconsejable Plan B no existía y que el fracaso de Poyet ha cogido a Torrecilla con el paso cambiado, pero convendría haber arbitrado otra salida que no fuese la actual. Aun confiando en la profesionalidad de Gustavo Poyet, eso de que siga con las riendas del vestuario no se le ocurre a nadie. Un entrenador tan en entredicho y más fuera que dentro, difícilmente puede realizar su trabajo a entera satisfacción de todos, especialmente de los futbolistas.

Sólo le falta al habitualmente acomodaticio jugador de fútbol que estar a las órdenes de un entrenador a punto de firmar el finiquito. Dos semanas que había para preparar adecuadamente el choque con un rival directo como Las Palmas y se está dilapidando el tiempo de manera incomprensible. Una solución hubiera sido un técnico puente como lo fue Merino entre Velázquez y Mel. Cualquier cosa menos darle el equipo a un entrenador que ya tiene el bolígrafo en la mano.