La historia nos demuestra que es consustancial al hombre el deseo de controlar la información ya que, cuando la esta se disemina ampliamente y sin límites, puede ser perturbadora y hasta peligrosa para las elites gobernantes. Tal era la forma en que pensaban las autoridades eclesiásticas a principios del siglo XV sobre el conocimiento de lo sagrado que, a su juicio, debía circunscribirse al personal religioso. Durante mil años el único texto cristiano disponible para conocer la palabra de Dios -la Biblia- estaba en latín y el clero británico puso el grito en el cielo cuando un joven sacerdote inglés, William Tyndale, les anunció su propósito de traducir el Nuevo Testamento de las lenguas originales en que fue escrito (hebreo y griego) al inglés de la gente común. El poliglota traductor no era fácil de intimidar y ante la prohibición expresa del obispo de Londres respondió desafiante: "Si Dios me da vida, haré que el gañan que guía el arado conozca las Escrituras mejor que su Eminencia". Naturalmente, Tyndale hubo de exiliarse para llevar a cabo su empeño y fue en Colonia en 1537 cuando logró imprimir las primeras copias de su obra. Los ejemplares entraron clandestinamente en Inglaterra escondidos entre fardos de mercancías. Las autoridades colocaron guardas en los puertos para confiscar los libros que después serían quemados y tanto era el temor a que llegasen a manos de la gente que en último término compraron en origen toda la edición para evitar su introducción en las islas. William Tyndale fue perseguido por toda Europa y fue detenido en Amberes después de haber logrado imprimir 18.000 ejemplares (de los que hoy solo se conservan dos). Fue acusado de herejía y condenado a ser quemado en la hoguera previo ahorcamiento (una deferencia por su condición de clérigo) y se cuenta que sus últimas palabras fueron: "Señor, abre los ojos al rey de Inglaterra" y se conoce que el Altísimo atendió su plegaria porque dos años después y en función de su volubilidad conyugal, Enrique VIII se vio obligado a romper con el Papa y a vincularse con la Reforma protestante, reivindicando, de paso, el nombre y la obra de William Tyndale.

En 2013, casi 500 años después de Tyndale, la causa de la libertad de información tuvo un nuevo mártir. Aaron Swartz un pirata informático de 26 años de edad se suicidó en su apartamento. Swartz era un genio de la programación firme partidario del acceso libre a toda la información almacenada en internet. Contribuyó con sus habilidades de hacker (fue editor en Wikipedia) a poner en la web millones de contenidos antes inaccesibles y por ello fue detenido y llevado ante los tribunales. Ante la perspectiva de una condena a 50 años de prisión y una multa de 1 millón de dólares… se ahorcó. Su pensamiento no difería en nada del de Tyndale: "La información es poder. Pero como todo poder, hay quienes quieren mantenerlo para si mismos".

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