Las ninfas

El celo de los nuevos comisarios políticos tiene el nocivo y paradójico efecto de desprestigiar el feminismo

A los ojos siempre impresionables de los veedores adictos al escándalo, hombres o mujeres de mente estrecha y reblandecida por los prejuicios, el arte no es más que otro caladero al que acudir para buscar motivos que justifiquen su necesidad de rasgarse las vestiduras. Hay mil ejemplos que podrían ilustrar la secular campaña que con distintos nombres y en diferentes periodos ha combatido la desnudez en los lienzos, los frescos o las esculturas, en nombre de una ortodoxia que alega ahora otras razones pero no deja de responder al mismo impulso moralizante. No es que no haya casos en los que la transgresión se adentra en terrenos turbios y parece saludable discutirlos o incluso impugnarlos, pues tampoco se trata de caer en la veneración acrítica, pero cualquier debate ético o estético exige un mínimo de perspectiva.

La asombrosa iniciativa de un museo de Manchester que ha decidido retirar temporalmente una conocida obra de Waterhouse, aduciendo que su contenido -¿deben ir vestidas las ninfas?, ¿es razonable juzgar los mitos clásicos desde la mentalidad moderna?, ¿hay en la escena, más bien delicuescente, algo que resulte ofensivo?- "cosifica" a las mujeres, sorprende menos por lo disparatado de su argumentación que por el hecho de que provenga de una institución dedicada a la difusión de la historia del arte. El celo de los nuevos comisarios políticos tiene el nocivo y paradójico efecto de desprestigiar el feminismo y las indudables aportaciones de los llamados estudios de género, que han contribuido a ensanchar la mirada con la que enfrentamos un legado en el que pesan demasiados condicionantes ideológicos. Poco pueden sumar quienes equiparen a las muchachas del imaginario prerrafaelita con las azafatas de los ciclistas o los moteros o las modelos que anuncian la fiesta de una discoteca.

Una acción decididamente iconoclasta, aunque no menos cuestionable en su elección del objetivo, habría tenido esa lógica parasitaria que llevó a Duchamp -un visionario- a pintarle unos bigotes a la imagen de la Gioconda, pero lo más penoso de este asunto es la halagadora invitación de la artista a que los visitantes dejen su impresión sobre la polémica en notas adheridas al espacio del cuadro ausente. Su estólida propuesta, muy en la línea de la bobería performativa y a la vez inequívocamente deudora de la demagogia característica de la era digital, define a la perfección el malentendido que explotan los avezados publicistas para encubrir su mediocridad o su falta de ideas. Usted, aunque sea un talibán semianalfabeto, también tiene derecho a figurar en un museo. Su opinión nos interesa. Diga me gusta.

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