Una mujer en el Prado

Sofonisba no firmaba sus cuadros; lo hacían otros, para que alcanzaran valor económico

Entro en el Museo del Prado para buscar a una mujer. Y aparece. Es la imponente escultura de Isabel de Braganza, segunda esposa de Fernando VII, a quien acierto en la sala 75 cual anfitriona del museo. La reina permanece sentada, envuelta de un halo tan sereno como solemne. Frente a esta plácida exhibición pienso que la reina era muy culta en las bellas artes y determinante impulsora de la pintura. Su afición debió ser tan elevada que la arrastraría a ello. Convenció a todos para que el que fuera un Gabinete destinado a las Ciencias Naturales se transformara en un espacio donde pudieran estar juntas todas las obras de arte realizadas en monarquías anteriores. Bernardo López la retrató, en uno de sus cuadros de belleza fingida a pincel, con los planos del edificio de Juan de Villanueva bajo su aúlica mano. Sin desmerecerla, abandono su estancia principal para seguir inquiriendo a una mujer, pintora. Quiero encontrar a una retratista cuyas obras estén expuestas en estas maravillosas paredes que se pintan con un color dispuesto en función de lo que se expone. Se estima que en el Museo del Prado habrá unas ocho mil obras en total. La mayoría son, o están firmadas, por hombres como Tiziano, Fra Angélico, Tintoretto, Alberto Duero, El Bosco, El Greco, Rubens, Velázquez… Mientras, admiro la evolución pictórica del Quattrocento al Cinquecento. Vuelvo a mí para recordar a esa mujer que busco. Y recuerdo lo que escribió Boccaccio: "El arte es ajeno al espíritu de las mujeres pues esas cosas sólo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre rara en ellas". Boccaccio desconocería que, según lo escrito por Plinio, "el arte de la pintura fue invención de una mujer". Joseph-Benoît Suvé representó este hecho en un cuadro donde se ve a una pareja de jóvenes enamorados. Ella es la que, con un pincel en su mano, pinta el perfil de su amado en la pared al enterarse de que éste ha de partir y necesitaba verlo durante su ausencia. Doy un giro a mi paseo y me veo cara a cara frente a Catalina Micaela. Y dudo. ¿Es ella? ¿Es de Sofonisba Anguissola? Parece que sí. Su padre la animó a estudiar en el taller de Bernardino Campi. Sofonisba, como otras artistas, no firmaban sus cuadros; lo hacían sus padres o maridos u otros, como el Greco, para que alcanzaran valor económico. Grandes pintoras como Clara Peeters, Rosalía Weiss quienes sí firmaban las ha habido siempre. En el Museo del Prado, donde buscaba a una mujer hay una treintena, pero lucen como en su época: escondidas en el almacén.

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