El matemático francés Émile Borel incluyó en uno de sus libros sobre probabilidades un curioso experimento mental con el nombre del 'Teorema del mono infinito' en cuyo enunciado se afirma que "un mono aporreando una máquina de escribir durante un tiempo infinito podría llegar a escribir cualquier texto dado como, por ejemplo, las obras completas de Shakespeare". Otra variable del teorema afirma que "infinitos monos podrían escribir cualquier texto dado en cualquier intervalo de tiempo". Ambos asertos son matemáticamente demostrables y es seguro que, o bien disponiendo de un tiempo infinito o de un número infinito de ejemplares de simios (y de máquinas de escribir), llegaríamos a tener en nuestras manos toda la obra de Shakespeare mecanografiada y, si fuese menester, también la de Cervantes. Naturalmente tal cosa no implica un repentino y mágico desarrollo del talento literario de los monos al entrar en contacto con sus Olivettis; de hecho, se llevó a cabo el experimento de dejar un teclado en una jaula de monos, observándose que después de dedicarse mayormente a golpearlo con piedras, para lo único que les pareció atractivo fue para orinar y defecar sobre él.

En cierta forma, el moderno fenómeno de internet y las redes sociales se asemeja al experimento del Dr. Borel: a un número, si no infinito sí lo suficientemente grande, de homínidos (al fin y al cabo, parientes evolucionados de los monos) se les ha facilitado una poderosa herramienta tecnológica que faculta su conexión con otra incalculable cantidad de especímenes. En principio las ventajas eran inmensas: acceso inmediato a las fuentes de conocimiento, posibilidad de compartir ideas, ocasión de dar voz a quienes antes no la tenían y oportunidad de impulsar cambios sociales. Sin embargo, estos teóricos beneficios no se han visto acompañados de una deseable mejora del intelecto colectivo ya que sus usuarios están mucho más interesados en emitir (sus opiniones) que en escuchar; con el anonimato se propicia el agravio y la injuria y, lo que es peor, las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas. Como decía Umberto Eco, quienes antes desvariaban solo en el bar delante de un vaso de vino y sin hacer ningún daño a su comunidad, ahora han conseguido que sus triviales opiniones logren tanta difusión como las de un premio Nobel. El drama de internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de 'portador de la verdad'. La imbecilidad campa por el ciberespacio porque usando Twitter te crees sabio; con Instagram te sientes fotógrafo; en YouTube eres una réplica de Spielberg y con Facebook piensas que te sobran los amigos. El despertar va a ser muy duro.

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