El fuego

El hombre ha sabido organizarse para aplacar, para ceñir y conjurar la abrupta plaga de las llamas

Mediada la mañana, parece que ha cesado el fuego junto a Doñana. En ocasiones como esta, uno se acuerda de los versos de Javier Salvago (Ardió mi juventud / y de aquel fuego/ salí viejo y quemado); pero también de aquel verso de Cunqueiro, cuando pensaba erróneamente que los "rojos" habían incendiado el árbol de Guernica ("han puesto fuego a la robleda anterga"), y no la dura eficacia de los junkers. Queda claro, en cualquier caso, que el fuego es una vieja fascinación del hombre, comparable a la tiranía de un dios, y que somos nosotros, de algún modo, quienes ardemos en su llama. Por otra parte, queda claro, viendo la movilización de estos días, que el hombre ha sabido organizarse para aplacar, para ceñir y conjurar la abrupta plaga de las llamas. Y que de esa organización se deduce un altísimo grado de eficacia.

Digo, pues, que últimamente hemos tenido ocasión de apreciar la formidable capacidad del hombre para sofocar la ira de este dios arcaico, que vuelve con el verano, como los dioses paleozoicos de H. P. Lovecraft. Bien sea en la infausta hoguera de Portugal, bien en esta pira estival y errática de Doñana, han sido cantidades ingentes de materiales y hombres las que se han puesto al servicio de su extinción, con probidad y diligencia. Quizá nuestra reciente condición de consumidores, o la más antigua de hijos de la modernidad, nacidos bajo el signo -y el prejuicio- del Progreso, nos lleven de inmediato a destacar el error, a subrayar lo doloroso, lo aciago, lo irreparable. Este desánimo nos impide, sin embargo, valorar con ecuanimidad nuestros avances. Y no sólo eso: nos impide ver lo que hay de portentoso, de frágil, de obra perecedera, en cuanto hoy damos por hecho. De ahí que haya sido particularmente emocionante la colaboración hispano-lusa en el incendio de días atrás; y de ahí que uno no deje de asombrarse, con asombro infantil, cuando observa al benéfico ejército de los bomberos domando al viejo monstruo del fuego.

Una de las cosas que uno aprende viajando es que España es un país próspero, eficaz, acogedor y serio, con un alto nivel de servicios. Esto se puede comprobar en el trasporte público o en sus museos. Pero también en la calidad de sus hospitales o en la pronta extinción de sus incendios. Uno entiende, por lo demás, que fue su integración en la UE quien ha precipitado estos avances. Avances, repito, fruto de la inteligencia humana. Y como tales, sujetos a la amenaza de la disgregación y a la idiocia de cualquier Brexit.

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