Con la excepción de los desastres naturales y de algunos estremecedores accidentes, no hay nada que atraiga más el interés de los medios de comunicación que los crímenes, ya sea en relación a cómo se perpetraron, a los métodos de investigación policial (con especial énfasis en lo que se refiere al estudio de la escena del crimen y a las pruebas forenses) o a la manera en que la policía acorrala al asesino. El caso de Diana Quer, la chica raptada y asesinada (tras ser probablemente violada) por un delincuente habitual apodado 'El Chicle', es un buen ejemplo de como primero su desaparición y su búsqueda y después la localización del cadáver y la confesión del presunto asesino junto con los prolijos detalles sobre la conservación del cuerpo en el agua dulce de un pozo y la posibilidad de la policía científica de averiguar, examinando los restos, las perversiones llevadas a cabo por el criminal en el cuerpo de la chica, han concitado la atención masiva de periódicos, televisiones y redes sociales, al punto de que durante los 500 días trascurridos entre el secuestro y la resolución del caso, el número de búsquedas en Google del nombre de 'Diana Quer' se acerca a las de 'Trump' o 'Cataluña'.

Resulta sorprendente lo rápido que tanto el público en general como los supuestos expertos que les informan, han asimilado sin aparente dificultad procesos químicos complejos como el ocurrido a este cadáver, la saponificación, que al menos requiere -para una mínima comprensión- el saber que es un cuerpo graso o un álcali y que clase de reacción es la hidrólisis. Del mismo modo, la gente habla con toda naturalidad -y hasta suficiencia- de la identificación del criminal por su ADN, aunque lo más probable es que ni siquiera hayan oído nombrar a los cuatro nucleótidos que forman la cadena de ADN y, menos aún, a la enzima de restricción que se utiliza para cortar la susodicha cadena o a la técnica de la electroforesis en gel necesaria para ordenar los fragmentos que después se compararán. Este abismo entre la ligereza de la percepción popular y la solidez del verdadero conocimiento científico, es el que propicia que (amparado por el cine y las series de televisión) el patólogo forense moderno se nos asemeje a un prodigioso adivino capaz de desenmascarar con sus mágicas artes al más maquiavélico de los criminales. Paradójicamente los pioneros en el desarrollo de las técnicas de investigación se inspiraron en el primer detective literario: Auguste Dupin (indiscutible modelo para el posterior Sherlock Holmes de Conan Doyle) que empleó su sagaz pensamiento analítico para esclarecer los brutales asesinatos de mujeres de 'Los crímenes de la calle Morgue', un relato de Edgar A. Poe publicado en una revista equivalente a la recién desaparecida Interviú: el Graham's Magazine de Filadelfia. Desde entonces, los crímenes -reales o ficticios- despiertan una inquietante fascinación. Los medios se limitan a satisfacer el morbo de la audiencia.

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