LA crisis no sólo está afectando, como es lógico, al bolsillo de los andaluces, su nivel de vida y sus pautas de consumo (¿cómo serán este año las vacaciones de los que tengan vacaciones?). También está cambiando la sociología de la vida cotidiana y del delito, las modalidades del fraude, el paisaje urbano, las costumbres sociales, el ocio y el comercio. Pronto no nos conocerá ni la madre que nos parió.

Jorge Muñoz informaba el lunes acerca de cómo la crisis ha disparado los hurtos en los hipermercados. Daba cuenta de los hurtos registrados en Sevilla, pero seguro que pasa igual en el resto de las provincias. La verdad es que robar en un híper es todo un clásico. Parece que en esas catedrales del consumo la variedad y cantidad de los productos cuidadosamente ordenados constituye un poderoso atractivo para ladrones modestos, probablemente incentivados también por la impersonalidad del lugar y lo difuso de su propiedad: no es lo mismo birlarle a una multinacional la millonésima parte de sus beneficios que afanarle una lata de mermelada al tendero de la esquina (si es que quedan tenderos de la esquina). Cierto que también es más peligroso el robo en el híper. Por la seguridad, mayormente.

Lo que ha variado con la crisis es el número de robos, y también su contenido. Las empresas distribuidoras calculaban hace años unas pérdidas superiores a los 2.000 millones de euros anuales por este concepto. Ahora son más. Y ya no se hurtan mayoritariamente móviles, cosméticos, perfumes y productos de afeitado, sino alimentos frescos y productos de primera necesidad.

Las estadísticas judiciales reflejan un fuerte aumento de los procedimientos por este tipo de acciones en hipermercados, supermercados y centros comerciales. Como suelen ser de cuantía menor, ya que lo robado no supera los 400 euros, se tramitan como falta y su represión tampoco llega a mayores. Hay que tener en cuenta que estas raterías se descubren en grado de tentativa -a los autores los pillan antes de consumarlas- y que lo normal es no comparecer en el correspondiente juicio o, si no queda más remedio que hacerlo, declararse insolventes ante la multa con que están penadas. Porque son insolventes.

Antes de la reforma del Código Penal estas faltas eran englobadas bajo la decimonónica denominación de hurtos famélicos, que no me digan que no es un nombre extraordinario. En nuestra sociedad no se emplea este adjetivo, famélico, más que en los mítines que terminan con el canto de la Internacional ("Arriba, parias de la Tierra, en pie famélica legión"). La crisis ha traído una proliferación de famélicos. Unos están en las calles y los semáforos, otros en los comedores de Cáritas, y algunos roban en los hipermercados.

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