¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Una escena aterradora

Es hora de encapsular el problema catalán, de evitar que siga alcanzando con sus miasmas toda la vida nacional

No entendemos la euforia que ha prendido en algunos corazones tras el parte de derrota de Carles Puigdemont. El ex president hacía tiempo que era un ectoplasma errático por las calles de Bruselas, una ciudad en la que durante los meses de diciembre y enero apenas brilló el sol 30 horas. Sólo los intereses del lobby populista europeo, apoyado por los servicios de intoxicación rusos, y el miedo de nuestro ministro del Interior a repetir el ridículo del 1-O y las cajas chinas, han mantenido vivo políticamente a este acróbata gerundés que quiso ser el deseado de un nuevo legitimismo catalán, pero que apenas ha alcanzado la categoría de showman mediático. Funcionó el "plan Moncloa", la lógica y, sobre todo, la decencia, pero el dinosaurio del independentismo sigue ahí, dispuesto a acompañarnos en nuestros amaneceres durante muchos años.

Ya nadie respeta a Puigdemont, ni siquiera los suyos, y es muy probable que haya sido víctima de una de esas refinadas traiciones a las que son tan aficionados los mediterráneos. Su desconcierto es tal que amenaza con convertirse en el abuelo cebolletadel procés. Lo deja entrever en el famoso mensaje que le mandó al inquietante Toni Comín: "No sé lo que me queda de vida [...] pero la dedicaré a poner en orden estos dos años y a proteger mi reputación [...] Esto ahora ha caducado y me tocará dedicar mi vida a la defensa propia"... Imaginamos a Puigdemont por las calles del barrio de Saint-Géry, apretando el paso a los asustados paseantes dominicales que acuden al mercadillo vintage: "Je suis le seul président légitime de la Catalogne". Una imagen aterradora, carne de serie B.

Nadie duda de que el independentismo cuatribarrado está descabezado, con sus principales líderes en la cárcel o huidos en la gran llanura Europea. Sin embargo, el movimiento secesionista ha demostrado tener una sólida base social a prueba de ridículos. Con esa evidencia habrá que jugar a partir de ahora esa complicada partida sin final que son las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Es hora de encapsular el problema catalán, de evitar que siga contaminando con sus miasmas toda la vida nacional, y dedicar todos los esfuerzos a problemas también enquistados y mucho más graves que el del supremacismo de los tractoristas. Dos son los más urgentes: la educación y las pensiones. Dejemos, mientras tanto, que la política a fuego lento y el 155 hagan su trabajo.

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