EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Las dos corrupciones

HAY una clase de corrupción que es mucho más peligrosa que la corrupción política. De alguna manera, todos damos por supuesto que el ejercicio de la política está relacionado con algún grado de corrupción, porque los grandes partidos políticos son enormes maquinarias financieras (y a la vez colosales agencias de empleo), de modo que es muy difícil que se mantengan libres de conductas deshonestas o cuando menos dudosas. Y no hablo de sus líderes, sino de los militantes que se mueven en los escalafones más bajos, como demuestra la trama del caso Gürtel: esos subalternos que organizan los mítines, los que contratan los autobuses, los que distribuyen las banderitas y los paneles propagandísticos. Es muy difícil -por no decir imposible- que esas personas no quieran cobrarse el trabajo que hacen. Y es por ahí, me temo, por donde aparecen los trajes regalados, los favores y las concesiones irregulares; es decir, toda esa basura que va dejando atrás un partido político cuando se convierte en un organismo que maneja grandes cantidades de dinero, casi siempre público.

El problema es que esta clase de corrupción se va infiltrando en la sociedad civil, y crea otra clase de corrupción que es mucho más dañina, porque afecta a la salud moral de una sociedad. Del tesorero de un partido político -siento decirlo- todos estamos autorizados a dudar, ya que las cuentas de los partidos nunca han estado muy claras. Pero lo grave ocurre cuando también nos sentimos con derecho a dudar de un secretario judicial, o de una enfermera jefe, o de un mando de la Guardia Civil. Y por desgracia, cada vez hay más motivos para la sospecha, como demuestran las informaciones de sucesos. Sabemos de empleados de hospitales públicos que trafican con medicamentos. Sabemos de un responsable de un Centro de Convenciones que ordenó matar al jefe que había descubierto sus trapicheos. Sabemos de mandos de la Policía y de la Guardia Civil involucrados en el tráfico de cocaína. Sabemos de trabajadores de aeropuertos que robaban las maletas de los viajeros. Y hay muchos más casos perdidos en las noticias de sucesos: funcionarios judiciales que cobran sobornos, empleados de Tráfico que amañan las pruebas de los exámenes, médicos que falsifican títulos universitarios, empresarios que cobran subvenciones indebidas…

Crear una sociedad estable y más o menos ecuánime -en la medida de lo humanamente posible- es un proceso que lleva siglos, pero destruirla es algo que se puede hacer en muy poco tiempo. España es aún un país fiable. Pero hay signos inquietantes de que nos vamos deslizando hacia otra clase de sociedad: una sociedad turbia, irresponsable, deshonesta, violenta, rencorosa, pueril. Mal asunto.

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