Dos ciudades

Son muchos los lugares donde los marcos incomparables se han transformado en escenarios de pesadilla

Al contrario que otros nativos, que suelen manifestar desdén hacia los guiris o los maltratan abiertamente -padre, por poner un ejemplo cercano, se abre paso entre las extranjeras al grito de vamos, Pepa- siempre ha simpatizado uno con los turistas que en su mayoría usan de maneras amables, un comportamiento que se diría solivianta a los cazurros o los incita, si se trata de hacer negocio, a la estafa rastrera, pues para ciertas mentes embrutecidas la cortesía es una muestra de debilidad que justifica el engaño. No hace falta haber viajado mucho para ponerse en la piel de quienes vagan desorientados en las deshoras o buscan la hospitalidad de los pocos bares no estereotipados que van quedando, y es grato ver en ellos caras nuevas que sumar a las de los indígenas con los que los forasteros de buena voluntad pueden entablar, como hace cualquiera cuando está lejos de casa, una conversación amigable, aunque nunca falten convecinos obtusos que observan a los extraños con aviesa desconfianza. Salvo los pretenciosos que prefieren definirse como viajeros, sin que quede muy claro cuál es la diferencia, todos hemos ejercido de turistas y no cabe añadir a nuestro pesar, a no ser que entendamos que hay algo indigno en una condición pasajera y meramente descriptiva.

El problema, porque lo es, no tiene hoy tanto que ver con una barbarización ciertamente lamentable, pero localizada en destinos concretos, sino con una cuestión de proporción o de número y con la convicción, digamos política, de que la industria del turismo es la joya -o la única salvación posible- de la economía nacional. En relación con lo primero, la multiplicación exponencial de los visitantes está convirtiendo amplias zonas de nuestras ciudades en espacios desnaturalizados, cegando la posibilidad de vivir de alquiler en los barrios históricos y saturando el paisaje urbano hasta extremos disuasorios. Pero es sobre todo lo segundo, que implica resignarse a un mercado laboral orientado a los servicios, el empleo por definición precario y la mano de obra barata, lo que debería hacernos pensar si es ese un modelo -sus efectos nocivos pueden apreciarse desde hace décadas en muchos lugares donde los marcos incomparables se han transformado en escenarios de pesadilla- realmente deseable. Puede que lo sea para los empresarios hosteleros y a los administradores del ramo se los ve muy contentos cuando anuncian, año tras año, que las cifras no dejan de crecer, pero a este ritmo endiablado llegará el día en que veamos la separación literal de las dos ciudades que cantaban los hermanos Amador: una la de los turistas y otra -la de verdad- donde vive la gente.

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