Hay días en que los dioses parecen escupirte. No bastaba que él, orgulloso centurión de la Fretensis, la X Legión, a la que llamaban gloriosamente La del estrecho, tuviera que vegetar en esta polvorienta Judea, al mando de unas malditas fuerzas auxiliares. Una panda de matones aficionados. Tenía la sensación de que Roma ya no era la misma. Había visto a todo un gobernador romano, maldito sea, acojonarse ante una muchedumbre vociferante, sin haberle mandado despejar. Aún con las cohortes de tarados, hubiera controlado el tema con unos cuantos mandobles. Para colmo el imbécil había soltado a Barrabás, con lo que nos había costado cogerlo. Le caían mal los judíos, siempre vociferando, siempre discutiendo por su extraño dios. Los mismos que estaban aclamando hace unos días a este pobre hombre, querían ahora exterminarlo. Para colmo, si normalmente se condena a flagelación o a crucifixión, a este desgraciado le han a aplicado las dos.

Malditos traidores, los primeros sus seguidores que en cuanto la cosa se puso fea, se quitaron de en medio. En la subida al Gólgota, tuvimos que emplearnos a fondo. ¿De donde sale tanto odio hacia un desgraciado que casi no puede mantenerse en pie?. Bueno, pues ya están las cruces en alto. Ahora quedan tres tediosas horas esperando que se mueran. Para que la chusma cuartelera se entretenga, he mandado que se sorteen la ropa del condenado. Al pie de la cruz están dos mujeres y un joven. Una es su madre. Ya no le quedan lágrimas y sus ojos no se apartan del rostro de su hijo. La otra mujer es bella en su dolor y el joven debe ser muy amigo del reo, porque acabo de escuchar que le ha encomendado el cuidado de su madre. De pronto me doy cuenta de que la única persona digna en este lío, es Jesús. He reconocido su mirada porque soy un soldado mil veces enfrentado a la muerte. No ha contestado a los golpes, las afrentas y los desprecios. ¡Sabía que esto iba a pasar y lo aceptaba!. Me está mirando. El tiempo se va extrañamente obscureciendo. No va a hacer falta quebrarle las piernas porque una lanzada en el costado, probó su inutilidad. En el momento que exhaló el último suspiro, lo comprendí todo de golpe. ¡Era cierto!. Y mis palabras salieron del corazón: ¡Verdaderamente, este era el hijo de Dios!. Lloré por primera vez en mi vida y mientras mis lágrimas se fundían con la lluvia, pensé que conmigo lloraba, toda la humanidad.

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