Por montera

Mariló Montero

La caída del césar

DARSE de bruces contra el suelo es la mejor manera de volver a poner los pies sobre la tierra. Con ingenio y elocuencia se puede hacer brillante tanto al caído como la caída. De una situación así puedes salir de dos maneras: erguido o humillado. Enhiesto, si logras recomponerte con actitud determinante, como cuando le falla la capa a Superman después de caer desde lo alto del Empire State y se sacude el traje en la acera, ante el gentío, que no sabe muy bien si se ha desplomado desde el cielo o acaba de estornudar. La otra modalidad es la patética. La humana. A traición se te parte el tobillo, como con los imposibles zapatos de trece centímetros de Manolo Blahnick que obligan a las rodillas a bailar el Aserejé y la cadera responde con un break-dance. La espalda opta en consecuencia por un repentino Paquito el Chocolatero y la cabeza se te cae como la bola de helado del cucurucho. De ahí es difícil salir con dignidad.

En la antología de mis tropiezos recuerdo uno monumental. El costalazo fue de tal calibre que el calcetín de lana, que estaba bien metidito en el interior de mis botas de invierno, salió despedido a doscientos treinta y dos metros de aquella esquina murciana. Caminaba por la acera con similar gallardía a la de la Bikina ante el pueblo que la criticaba después de que un truhán la traicionara y a la que, con gracia mariachi, le canta Luis Miguel: altanera, preciosa y caprichosa. La diferencia entra la despechada manceba y quien suscribe era la carga que arrastrábamos: ella jalaba de un mal de amor y yo de una pesada maleta con rueditas de PlayMobil más difícil de enderezar que un carrito de Iberia. Sólo soy capaz de rememorar que, al huir del lugar y del gentío que me rodeaba, sentí la verdadera humillación. La gente reacciona de muy diferentes maneras. Los menos, pareciera que no te habrían quitado ojo desde tu nacimiento, porque saltan a tu auxilio a la velocidad de la luz. Los más, observan el golpe con una atención tan fabulosa que les convierte en explícitos narradores. No faltan aquellos acompañantes de la víctima que miran sin saber si te has tirado a por una peseta o a verificar si el mármol del suelo es travertino o de Macael. Pero algo nos une a todos: la risa. ¿Por qué nos hace tanta gracia ver caerse a una persona?

A todos, al caernos, nos falta una frase que nos glorifique. Como la que soltó Julio César al desembarcar en África. Se dio de bruces contra el suelo delante de la tropa formada. El pretendido dios y laureado emperador salvó la ridícula escena con esta exclamación: "¡Oh, África, te abrazo!".

Aún me pregunto cómo puñetas salió disparado mi calcetín.

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