Los autores del espectáculo

Las masas, la clerigalla nacionalistas y la amplia gama de los oportunistas. Y en el escenario ya no cabe nadie más

En el reparto de la función teatral de este cálido septiembre catalán figura en primer lugar -por ser los miembros más númerosos en el escenario- el antiguo coro, pero que, desde el comienzo del siglo XX, se suele llamar masas. Porque encarnan un voluminoso papel y están dispuestas para ser utilizadas y dirigidas por quienes le ofrezcan una idea sentimental que ilusione y prometa, además, banderines de enganche, himno y consignas. Las masas son peligrosas cuando están inflamadas, pero, al ser muy volátiles, también cambian fácilmente de opinión. Sus reacciones resultan ya muy conocidas, gracias a los libros de Le Bon (La psicología de las masas, 1895), Ortega (La rebelión de las masas, 1930) y Elias Canetti (Masa y poder, 1960), que estudiaron sus incandescentes participaciones en los movimientos totalitarios de la primera mitad del siglo. Después, en el cartel, por su número y protagonismo, vendría la clerigalla nacionalista: los verdaderos porteadores de la antorcha y del ideal. Son los realmente peligrosos porque, aparte de la fe, confían en tener reservado un papel estelar en la historia y deben cumplir con su misión (léase a este respecto Los cruzados de la causa, de Valle-Inclán). Aparte de políticos, funcionarios e intelectuales orgánicos (todos muy bien pagados), últimamente se han adherido algunos aventureros nihilistas partidarios de la gran emoción que deparan los saltos al vacío, e izquierdistas repletos de un ardor que recuerda aquel infantilismo político, tan criticado por Lenin en su recomendable libro El izquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo. A continuación, en el espectáculo interviene la amplia gama de los oportunistas. Es decir, aquellos que se han desprendido del lastre de cualquier idea o convicción (si alguna vez la tuvieron), pero creen que el escenario catalán es una ocasión oportuna para lucirse y mostrar esa ambigüedad que siempre resulta política o personalmente rentable.

Y en el escenario ya no cabe nadie más, se han conjurado para que sea así. El que no acate la idea con fe inquebrantable, bandera e himno, no sube. Abajo, el patio de bustacas está lleno de espectadores tristes y melancólicos porque no saben si el decorado recordará al San Petersburgo de 1917, la Roma de 1922 o el Berlín de 1933. Tampoco saben si se trata de un sainete, de una astracanada, de una comedia o de un trágico esperpento. Y es una lástima porque entre los espectadores hay gente con ideas; claro que son otras ideas y arriba no se puede subir.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios