En los oscuros reductos de la mente de los descerebrados se generan sentimientos que repugnan a la inmensa mayoría. En algunos casos, su voz -por mor de las oscuridades del mundo que habitamos- es escuchada y difundida. Lo es porque el mal existe y está en nuestras vidas. Los cristianos hablamos del demonio, de sus encarnaciones y actuaciones, pero el modo de denominar o de señalar el mal es secundario, lo importante es asumir su presencia en la vida y en las relaciones de las personas: contar con ello.
Un diputado nacional llamaba "atropello" a la barbarie perpetrada en Barcelona. Para el interfecto; al que es obligatorio respetar por haber sido elegido por un considerable número de españoles, en calidad de representante en la más altas estancias del Estado; lo sucedido no es mucho más que un accidente de carretera -tal vez provocado, pero accidente- o la de un imprevisible viario en el que un vehículo invade la calzada y atropella a unos viandantes que tuvieron la mala fortuna de andar por allí. He ahí el mal; en esa actitud. En ese decir anida el mal tanto como en la acción criminal, que para nuestro diputado es un atropello.
Si nos pusiéramos a especular sin hacer ascos a la teoría de la conspiración -hay muchos análisis serios sobre el asunto- deduciríamos que los muertos y los heridos de Barcelona, toda esa gente inocente, no cuentan para nada, no tienen la menor importancia. Las lecturas son tan variadas y verosímiles que nos permitirían componer un tratado sobre los múltiples intereses mezquinos que se benefician de la tragedia, en el que ni siquiera los actores -vivos o muertos- tienen algún valor; son instrumentos, como lo son los damnificados y sus próximos, para unos fines a cuyos detalles sólo tienen acceso sus promotores.
Nunca sabrá el personal de a pie cuál es la verdadera razón de la masacre de Barcelona; ni de cualquier otra. Todas las explicaciones son poco más que descriptivas, y cada una de ellas trata de inducir una idea subliminal conveniente para el emisor. El mal es recurrido y los malos se sirven de sus efectos. Si nos pusiéramos a ello -y hay quien se pone- llegaríamos a conclusiones que nos repugnarían mucho más que la lectura espontánea de lo ocurrido, que unos y otros declaman para que reconciliemos el sueño. No nos queda más que, a modo de refugio, admirar la actitud desplegada en todo el mundo con las víctimas. Sin entrar en disquisiciones.
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