la tribuna

Ana Carmona Contreras

La alargada sombra de la reforma

EL curso político se despidió a finales de julio con el anuncio por parte del presidente del Gobierno de la convocatoria de elecciones para el próximo 20 de noviembre. Con el mes de agosto en puertas no produjo sorpresa alguna que el presidente manifestara que la actividad del Ejecutivo se limitaría a sacar adelante iniciativas ya en curso, absteniéndose de poner en marcha otras nuevas. A pesar de su acreditada solvencia a la hora de contradecirse, nada hacía augurar la mayúscula sorpresa que nos tenía reservada el señor Zapatero a la vuelta de la esquina: nada menos que una reforma constitucional encaminada a introducir límites a la capacidad estatal de endeudamiento (la denominada "regla de oro" de la estabilidad prespuestaria).

Dicho y hecho, el presidente no ha tenido mayor problema para alcanzar un meteórico acuerdo con el Partido Popular e introducir una nueva redacción del artículo 135 de la Constitución. De esta forma, se ha venido a romper el tabú de la reforma constitucional que parecía haberse instalado en nuestro país. Recuérdese que el texto de 1978 sólo se ha modificado en una ocasión, en 1992, cuando previamente a la ratificación del Tratado de Maastricht se incorporó el derecho de sufragio pasivo a favor de los extranjeros en las elecciones municipales.

Peor suerte corrió la intención reformadora manifestada al inicio de la VIII Legislatura por Zapatero, cuando en su discurso de investidura anunció su voluntad de acometer un ambicioso programa de renovación constitucional que incluía cuestiones de la máxima relevancia: eliminar la preferencia del varón en el orden sucesorio a la Corona, transformar el Senado, introducir una referencia expresa a la integración de España en la Unión Europea e incorporar un listado de CCAA. La escasa receptividad manifestada entonces por el PP condenó al fracaso dicha iniciativa ya antes de su puesta en marcha. Ahora, esa actitud de rechazo a la reforma ha desaparecido y, desde ese punto de vista, debe ser bienvenida.

Ante la magnitud de la crisis actual y en el contexto de gobernanza económica en un espacio globalizado en el que nos encontramos, las respuestas políticas necesariamente han de adecuarse a las exigencias planteadas y si ello exige tener un reflejo en el texto constitucional, nada hay que objetar. La Constitución, lejos de ser inmutable, es una norma que ha de adaptarse a los cambios que se producen en la realidad en que se aplica. Pero todo proceso de reforma ha de tener muy presente que la Constitución fundamenta y dota de legitimidad al sistema político en su conjunto. Precisamente por ello, no sólo su creación sino también cualquier modificación deben estar presididos por una intensa vocación encaminada a lograr un respaldo cualificado. Así se constata en la exigencia de mayorías parlamentarias reforzadas que, según dispone nuestra Carta Magna, varían en función de los contenidos constitucionales afectados. También en la necesidad de dar al pueblo la última palabra a través de un referéndum.

No obstante, a nadie escapa que estamos ante una cuestión que por su extraordinaria relevancia no se resuelve sólo en el cumplimiento de las formas jurídicamente establecidas sino que, asimismo, requiere el mantenimiento de una actitud política a la altura de las circunstancias y que podría condensarse en la idea del respeto de la "cultura constitucional". Es precisamente esa necesaria sensibilidad hacia el valor de la Constitución la que ha brillado por su ausencia en este caso: si es cierto que ya se ha logrado en el Congreso la mayoría de 3/5 requerida, no lo es menos que ésta se ha forjado sólo con los votos de socialistas y populares. Izquierda Unida y nacionalistas han quedado fuera y tales ausencias -sobre todo, la de CiU- implican unos consecuencias que no se agotan en un análisis meramente cuantitativo. El hecho es que la premura temporal que impregna la tramitación de la reforma (¿a qué viene tanta prisa?) lastra cualquier posibilidad de un proceso negociador plural que permita plantear alternativas, dialogar, pulir propuestas, alcanzar acuerdos...

Y por lo que al referéndum se refiere, ciertamente, esta reforma no lo impone: la Constitución prevé que se lleve a cabo si así lo solicita una décima parte de los miembros de las cámaras. Dado que no se prevé alcanzar dicho porcentaje, la cuestión quedará zanjada desde un punto de vista formal. En la realidad, sin embargo, el tema se presenta mucho más complejo, dado el horizonte de creciente rechazo por parte de destacados grupos sociales (empezando por los indignados y siguiendo por los sindicatos) que políticamente ya está pasando factura a la reforma. Se echa en falta más pedagogía constitucional, un mayor esfuerzo por transmitir información a los ciudadanos, así como por explicar las causas y el sentido de los cambios introducidos.

En resumidas cuentas, por tratar de persuadir de la necesidad y la bondad de los mismos. Porque sin esa imprescindible tarea de concienciación ciudadana el valor de un referéndum queda seriamente en entredicho. En esta tesitura, aunque la reforma saldrá adelante también en el Senado, no parece dudoso afirmar que el consenso que se forjó en los orígenes de la Constitución, lejos de reforzarse, está sufriendo una evidente erosión.

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