En los 70 y 80 del siglo XX surgió un perfil de heroinómano que estaba lejos de ser de familia marginal. El nuevo yonqui era un muchacho o muchacha que en principio no buscaba refugiarse en el opiáceo que, dicen, elimina la turbiedad y la desazón del alma a cambio de una paz de narcótico con fecha de caducidad y promesa de convertir al enamorado al caballo en un esclavo, un paria social o un atracador. El toxicómano de clase media o alta tenía perfil de líder; atractivo y con habilidades sociales. Era el chulito de la clase o la más mona y atrevida, alguien desentendido de los libros -cosa de perdedores empollones-, roquero y motero, predador sexual y, como se decía, un vacilón. Caería en la gran desgracia sin retorno tras disfrutar de la vida intensamente, sin saber -ahí está la clave: aquellos pijitos de aire beat y aquellas femme fatale de ojos azules no sabían qué les iba a pasar- que estaban comprando un ticket para la muerte, hasta una tumba tan precoz como su existencia. En ese trayecto, la indignidad, la degradación y la pelea contra el mono como único principio cotidiano harían del ganador un zombi y una condena para sus familias, hasta que las perdieran. Balas perdidas como la rolling stone de Dylan, de estrella a arrastrada, sierva de la brown sugar, puro amargor negro al cabo de pocos meses de placer. La muerte prematura alcanzó a muchos. Algunos pocos llevan una supervivencia inerte. Casi ninguno se rehabilitó.

Lo dicen a las claras los decomisos de alijos: vuelve la heroína tras haber caído en una demanda residual de pobres víctimas sin remedio ni carne ni dientes. Otras drogas aún sin el manto ya cutre del caballo crearon una nueva cohorte de adictos fijos discontinuos: cocaína, speed y otros compuestos químicos para subir o bajar, más la también resucitada marihuana (cuyo humo se expele ahora en cada esquina). Las coberturas sociales mantienen al yonqui tranquilito con una metadona que lo sume en un estado fantasmal e inofensivo. Pero hay una legión de adictos a los analgésicos, psicotrópicos y opiáceos que, si se los pusiera en el brete del mono por no poder acceder a sus pastillas, podrían muy bien transitar a una heroína que hoy es muy barata. En Estados Unidos, tras la decisión gubernamental de restringir el acceso a esta drogadicción tan fuerte como aquella callejera, pero legal, este proceso cobra cifras de epidemia y emergencia nacional. Una muestra de cómo hacer lo correcto puede contener desastres mayores que la situación que quería remediar.

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