Cuando alguien pasea por el jardín de casa y llega bajo la elegante y confortable sombra del aguacatero, se sorprende al ver algún aguacate en el suelo. Su primer impulso es agacharse a recogerlo y es entonces cuando le doy a conocer una de nuestras normas de convivencia: los aguacates que de forma natural caen del árbol son para los mirlos y los perros. Les encantan. Así que para los canes, un día de generoso viento supone varios días de tropical bocado. Eso no quita que cuando los estoy recolectando y los veo rondando a mi vera es porque esperan que se me escurra alguno o para que, con la misma generosidad del viento, les ofrezca el ansiado fruto que cogen entre los dientes y se lo llevan al césped de la puerta de la cocina y empiezan a roerlos, verdes y duros como leños, haciendo en la entrada un osario con los huesos.

Si vieses cómo los dejan, limpios como una patena, sin una minúscula pizca de carne pegada al hueso. Impresionante. Los mirlos se aprovechan y cuando, provisionalmente, los abandonan en el césped sin todavía acabarlos, se acercan a picotearlos; nunca el hueso, siempre lo que queda a la piel pegado. Y es que ahora que me siento a escribir el artículo con otra idea para desarrollar en la cabeza, estoy viendo a una pareja desde la ventana desayunándose uno y me he dicho: qué mejor que hablar de esto que es todo un espectáculo. Hay entre ellos una lucha de poderes: macho y hembra se disputan un cuenquito de piel con la verdosa consistencia dentro. Uno que se escabulle porque el otro acude. No lo comparten. Estos dos no son pareja. Bueno, no lo son por ahora. Intuyo que más que un desayuno es un cortejo.

Las ventanas de casa son mi observatorio y delante de ellas podría pasarme horas. Siempre proyectan una alada sorpresa. Hubo un tiempo en el que me tentó la pantalla del televisor y me pasé días enteros delante de ella; otros, en los que fue la del ordenador la que me tuvo atrapada con todas sus verdades y mentiras dentro; después, me fui dando cuenta del gran enganche de la ventana del adictivo teléfono. Ni la del televisor ni la del ordenador ni la del móvil me enseñaron nada tan natural como lo que ahora veo. Podría hablarte de cualquier acontecer de lo que día tras día proyectan pero… me sosiega más lo que proyecta ésta.

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