Toma que toma

Las críticas a la celebración de la Toma de Granada no tratan del pasado: retratan nuestro presente

La Toma de Granada se ha convertido en el espectáculo anual de la pulsión autodestructiva de Occidente (como rodado por Almodóvar). Se protesta de que se celebre el hecho o se celebra que se proteste, que ya me lío. Y lo hacen las izquierdas, lo que las retrata desde todos los ángulos posibles.

Lamentar que los cristianos culminasen la reconquista implica una afinidad electiva. Podría pensarse -pensando bien de todos- que se lamenta cualquier conmemoración de cualquier batalla, pero la historia y las civilizaciones están hechas de batallas, que después se recuerdan, en parte como homenaje y en parte como agradecimiento. Éstos la han tomado con la Toma, en concreto, mientras ensalzan otras revoluciones sangrientas y otras guerras.

Podría replicárseles desde la historia. Los musulmanes antes habían echado a los visigodos. En una casa-palacio de Jerez hay dos grandes cuadros enfrentados en la escalera. En el de la izquierda se representa la batalla de Guadalete; en el de la derecha, la conquista de Jerez. "Entre cuadro y cuadro hay más de 500 años", explica el anfitrión, "y en las dos ocasiones participaron antepasados míos". Tiene gracia, pero también enjundia: la historia son victorias y derrotas, y cada cual decide qué celebrar y qué lamentar según unos principios y un sentido de la historia y del hombre. Yo, si nos apuntamos el juego, preferiría que no hubiese caído Constantinopla, que el Imperio Austrohúngaro no se hubiese deshecho y que los rusos se hubiesen ahorrado el estalinismo, los pobres.

Son deseos retrospectivos y melancólicos que me retratan. De las polémicas que provoca cada año la conmemoración de la Toma de Granada, lo sustancioso y preocupante son también los retratos, que nos muestran a una izquierda que odia los valores que forjaron España, especialmente simbólicos aquí, pues con la Toma de Granada se culminó la unidad nacional, aunque con la guinda posterior de Navarra. Conmemorarla también es una elección, por supuesto, e igual de simbólica, pero en otro sentido. Sólo el odio a Occidente puede explicar el flujo de simpatía de fondo entre quienes se dicen progresistas y una civilización tan reacia a los derechos de las mujeres, de los niños, de las minorías, de la libertad de expresión, de los homosexuales y de los ateos, entre tantos. Se advierte una querencia que nos tendría que preocupar todo el año, no sólo el día de la Toma de Granada.

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