Amucha, mucha, distancia de aquí está la tierra prometida, solía decirme con su vista perdida en el vasto paisaje. Pero al querer mirar en la misma dirección donde sus ojos miraban, los míos, pequeños e ingenuos todavía, solo veían desde lo más alto del poblado una interminable extensión en la que lo único que apreciaba eran colores y formas. Al otro lado está, añadía; pero yo solo era capaz de divisar un seco desierto de color canela, como secas eran también las carnes de mi madre, secos sus pechos y más seca todavía sus esperanzas de una mejor vida.

Era el hombre más anciano de la aldea que hablaba con fe de esa añorada tierra prometida, aunque nunca se quejara de ésta en la que vivía. Había cosas que a mi corta edad ya podía entender y otras que me resultaban más inalcanzables que aquella tierra. Sin nada que hacer al cabo del día solo se dedicaba a la contemplación silenciosa y a garabatear en la tierra, con una fina vara, figuras que después deshacía con su rugosa palma; fumaba en una vieja pipa hecha a mano y a su medida que llenaba de una picadura extraña con un olor más extraño todavía que decía le aliviaba. Era sereno, conservaba un cuerpo fibroso y con muchos lunares, bien definidas las circunferencias y muy negros, que aseguraba eran, cada uno de ellos, estrellas de su negro firmamento. Todo su pecho estaba cubierto de pequeñas caracolas blancas, como una extensa capa de musgo escarchado, y una larga y delgada barba, también blanca, que le rodeaba la boca y caía en cascada hasta ese pecho. Hablaba de una guerra que consiguió olvidar para poder seguir con vida. En ella lo perdió todo: familia, amigos, casa, aldea… y tuvo que empezar de nuevo.

Cuando caía el sol y las chozas se dejaban cubrir por el negro y frío manto de la noche, alrededor de una gran hoguera se congregaba la tribu para escuchar sus enseñanzas que contaba siempre en forma de cuentos y que aseguraba habérselos oído susurrar a sus ancestros en su oído. Y esos cuentos, como por arte de magia, parecían suavizar el dolor de muchas heridas.

Ahora, en esta asfixiante habitación en la que prisionera malvivo sin ningún horizonte delante, con el cuerpo vejado por otros cuerpos desconocidos que me humillan, intento recordar sus cuentos para que me curen y descubro que no era ésta la tierra prometida de la que me hablaba.

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