¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Tatuajes

El hombre tatuado de antaño solía ser un tipo patibulario al que poco o nada le importaban las modas

Antes, los tatuajes eran como las medallas: sólo los llevaban quienes lo merecían. Las vías para alcanzar tan alta venera eran principalmente tres: el hampa, el Tercio, la flota o la pertenencia a una de esas tribus que se llamaban salvajes y que solían habitar en los trópicos y otras geografías propias de la aventura. El hombre tatuado solía ser un tipo patibulario al que poco o nada le importaban las modas y que solía dar con sus huesos en una fosa común tras una vida repleta de calamidades, humillaciones y alguna que otra hazaña. Sin embargo, a mediados de los noventa el tatuaje empezó a ser algo chic. Aún recordamos con una sonrisa la primera vez que, en el extranjero, vimos el delicado hombro de la visitante de un museo adornado con una pequeña papillon. Ya no recordamos ni el nombre ni la ubicación de la pinacoteca, sólo aquella hermosa y delicada mariposa tras la que volaron nuestros pensamientos de juventud. Entonces, nada presagiaba esa auténtica plaga que ha convertido nuestras playas en un inmenso catálogo de aberraciones iconográficas. No hay rincón de la sudorosa epidermis humana que hoy no exhiba una cara de Maradona, una calavera asesina, un águila imperial, un ideograma chino o cualquier símbolo multicultural y primitivo (algunos tatuados, además, son un poco pedagogos y explican sus garabatos con el aire profesoral de un catedrático de Antropología de la Sorbona).

Como a todo en el mundo contemporáneo, al tatuaje le ha alcanzado la banalización. Entre los dibujos sagrados y proféticos que exhibía Queequeg -el arponero caníbal de Moby Dick- y el amontonamiento de dibujitos que muestra la piel de cualquier futbolista profesional o pelotari playero aficionado, dista un concepto tan difuso como esencial para comprender nuestro mundo actual: la autenticidad. Recordamos los contundentes tatuajes que exhibían don Juan de Borbón o el marinero loco de amor de la copla de la Piquer, todos ellos productos de la vida y sus azares, no del capricho y del deseo de aparentar unas turbulencias vitales o una espiritualidad neoprimitiva que no son más que puro escaparate.

El problema del tatuaje (tatoo, como le llaman las nuevas generaciones sin apenas sonrojo), es que sobrecarga aún más de imágenes un mundo que ya está saturado de ellas. El hecho de que ya no se pueda apenas admirar un cuerpo sin que se interponga un machanguito o unos versos con caligrafía cursi y esmerada es una auténtica tragedia. Un ejemplo más del mucho ruido que ensordece nuestro mundo.

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