Rebrota en nuestras sociedades ese sentimiento según el cual nosotros somos mejores que los demás, poseemos cualidades inalcanzables para ellos y debemos asumir el deber, moral e histórico, de imponer la evidente superioridad de nuestros valores. Tal creencia, a la que llamamos supremacismo, admite diferentes adjetivos (racial, religioso, de género) y conoce distintos grados (desde el radical, que acaba en el exterminio de los inferiores, hasta el indiferente o moderado, que se detiene en una morbosa autocomplacencia). Al tiempo, la actitud supremacista, sea cual sea su intensidad, suele provocar la pérdida de dos sentidos, el de la realidad y el del ridículo, que la hacen disparatada para todo espíritu ecuánime.

Rasgos supremacistas aparecen ya por doquier. Hoy, sería fácil para mí ensañarme con el supremacismo catalán, tan cateto, dañino e infundado. Pero, quizás para demostrar que es fiebre común, voy a detenerme en una anécdota reveladora de lo hondo que ha calado el desvarío. Como sabrán, al hilo de las andanzas del prófugo Puigdemont, la Fiscalía de Bélgica ha solicitado información al Gobierno español sobre el estado de nuestras cárceles. Intuyo un fondo supremacista en la petición: nosotros, europeos de primera, queremos saber hasta dónde llega la segura crueldad sureña. Intento vano y tiro en el pie: a los fiscales belgas les bastaba con consultar el informe del Comité para la Prevención de la Tortura y el Tratamiento o Castigo Inhumano o Degradante (CPT) que acaba de publicar el Consejo de Europa. Según aquél, las prisiones españolas son excelentes y se encuentran a la cabeza en el respeto a los reclusos. No así las belgas, cuya situación se califica por el mismo informe como "intolerable". El confinamiento continuado, el deterioro de las condiciones sanitarias e higiénicas y su nula preocupación por la seguridad las convierten en las peores de los 47 países miembros del Consejo.

¿Creen que esto les azora o les importa? En absoluto. Por definición, los españolitos somos para ellos unos cafres, pura escoria que nunca igualará su intachable progreso. Tiene su gracia que los descendientes del genocida Leopoldo II, ese sádico criminal que diezmó el Congo, se atrevan a mirar a nadie por encima del hombro. Cosas del estúpido supremacismo que, a fuerza de ver e indignarse por la paja en el ojo ajeno, jamás cae en la cuenta de la gigantesca y despreciable viga que anida en el propio.

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