Es un hecho innegable que la televisión -cuán todopoderoso gurú- ejerce de guía espiritual de la mayoría de la población, convirtiendo los contenidos de sus programas en parte de los usos y costumbres de quienes la utilizan como el principal -y casi único- medio de interlocución entre ellos y el mundo exterior. Una de las actividades que se ha vuelto indispensable en la parrilla de cualquier cadena que se precie es la gastronomía, al punto de haber logrado que la audiencia crea que la estancia en los fogones, entre ollas y cazuelas, es una tarea tan placentera como glamurosa y que los chefs son una especie de superhéroes a los que deseamos imitar tanto o más que a Batman y sus colegas mutantes. Ya los niños no quieren ser, como antaño, astronautas, bomberos o policías, ahora, su aspiración a convertirse en cocineros televisivos solo es superada, a veces, por la de llegar a ser un futbolista de elite. Masterchef Junior es el programa que les ha permitido realizar su sueño y, así, semana tras semana vemos a altas horas de la noche (en un horario nada infantil) a un grupo de niños de entre 8 y 12 años competir ardorosamente para ver quien hace el mejor crujiente, la esferificación más perfecta o el emplatado más atractivo. Sin embargo, algo chirría en este exitoso y, a menudo empalagoso, formato televisivo ya que en su fuero interno el espectador intuye que esos niños tienen poco que ver con la chiquillería que le rodea porque, salvo en raras y no siempre deseables excepciones, en los niños "corrientes" las edades biológicas suelen adecuarse a las edades mentales. Mientras que los niños convencionales se entretienen con juguetes -sujetos, por cierto, a una estricta normativa europea de seguridad - y sus padres intentan protegerlos de objetos potencialmente peligrosos como cuchillos, tijeras, fuego, gas o productos químicos, los menudos concursantes de Masterchef Junior se pasan el tiempo en el lugar estadísticamente más peligroso para un niño: la cocina. Estos chicos no están preparados para afrontar los peligros reales que conlleva el manejarse entre pucheros en ebullición, hornos candentes o aceite hirviendo y, mucho menos, para hacerlo bajo la presión del cronómetro. Su paladar aún no está desarrollado para apreciar la sutilezas de la supuesta alta cocina que elaboran (todos sabemos cuánto gusta lo dulce a los niños y cuánto tardan en apreciar lo amargo) y su habilidad para comunicar ideas es bastante limitada. En cierta forma, estos niños están sujetos a una forma edulcorada de explotación infantil, son como criaturas amaestradas que ejecutan su "número" a mayor gloria de las televisiones que ¡por fin! han descubierto la gallina de los huevos de oro para captar audiencia: niños actuando como adultos... y adultos comportándose como si todavía fueran adolescentes.

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