Paternalismo

Quizá sería preferible ocuparse menos del bienestar de los cuerpos y cuidar más de nuestras pobres cabezas

Cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo y cuando a las administraciones les faltan las ideas -o los recursos o ambas cosas- les da por hacer campañas. Aunque relativamente costosas, siempre lo serán menos que abordar problemas que o no tienen soluciones fáciles o pueden requerir medidas no excesivamente rentables en términos de imagen. Aparentar que uno se preocupa por los ciudadanos, en cambio, aunque en la práctica su actividad se limite a imprimir carteles o difundir favorecedoras e inocuas proclamas en las redes, da quehacer en los negociados y ayuda a mantener la moral de la tropa, a la que la pura inacción -no basta con reducir la jornada para eliminar la acedia- puede acabar sumiendo en un vacío insondable.

A veces las ocurrencias llegan a mayores y lo que era una amable recomendación -por nuestro bien- se transforma en imperativo. La manía legislativa es hija del furor burocrático y remite a un mismo espíritu constrictor que sólo beneficia a los amantes de los reglamentos, entre cuyas aficiones, por cierto, no figura el gusto por la sintaxis. Pero cuidado con quienes denuncian la fiebre prohibicionista: paladines hay de la libertad que -como los viejos patricios republicanos, tan celosos de la intromisión del Estado en sus asuntos- parecen menos interesados en los elevados principios que en la prosaica salvaguarda de sus privilegios. Porque defendemos lo público, somos críticos con la tendencia de sus representantes a inmiscuirse en el ámbito privado, y en este sentido sólo cabe deplorar las consignas que desde distintas instancias pretenden imponer un minucioso catálogo de sanciones cada vez más pintorescas.

Hay casos que pueden entenderse, como el de los fumadores -que según nos dicen los expertos, probablemente con razón, costamos un dinero cuando enfermamos de las dolencias derivadas del vicio, pese a haber pagado impuestos durante décadas- o el de la obligación de llevar cascos o cinturones de seguridad, que aunque sólo resguarden a quienes los usan -pero quizá tienen en cuenta el gasto asociado a los accidentes- es evidente que salvan vidas. En otros terrenos, sin embargo, el creciente énfasis de las autoridades en proteger la salud de los gobernados -o el de los médicos en preservar la de los pacientes- tiene que ver con una idea paternalista que recuerda penosamente a las admoniciones desde el púlpito. Ya echados a los consejos, quizá sería preferible ocuparse menos del bienestar de los cuerpos -la tarea puede delegarse en los gimnasios o las fruterías ecológicas- y cuidar más de nuestras pobres cabezas.

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