Durante mi juventud tuve ocasión de conocer Francia, por primera vez. Mientras aquí vivíamos en una sociedad en blanco y negro, Paris fue para mi, una explosión de colores en todos los sentidos. Los franceses tienen, en mi opinión, el perfecto equilibrio entre la alegría latina y la seriedad de los europeos del norte. Cierto es que chauvinismo es una palabra gala, pero que quieren que les diga, en estos momentos de desestima por la identidad nacional, hasta causa envidia sana que los habitantes del país vecino se sientan fieramente orgullosos de sí mismos, como patria. He pasado unos días en la Bretaña francesa. Hace unos años viajé de refilón por Normandía y Bretaña y me prometí volver con más tiempo.

Decirles a estas alturas que el territorio bretón merece la visita, es una obviedad. Existen varias Bretaña, la atlántica con paisajes marinos entre acantilados que baten las olas con furia, en Finisterre, largas playas solitarias que con los cambios de luz parecen distintas, ciudades coquetas como Saint-Malo y pueblos pesqueros como Camaret-sur-mer. También hay una Bretaña de las vías fluviales como el canal navegable Nantes-Brest, con bellos y cuidados paseos de ribera y románticos puentes. Por último la Bretaña interior agrícola y acogedora, con inmensos campos de maíz, que en estos momentos se está recogiendo, y pueblos con elegantes casas de piedra gris.

Impresionan la limpieza de las ciudades, su disciplina urbanística para conservar el rico patrimonio y sobre todo el mantenimiento activo de las carreteras. Hasta en la más pequeña población, las iglesias están abiertas para el turista sin coste alguno y créanme si les digo que la hermosura de sus vidrieras e imágenes románicas, merecerían el pago de una entrada. Si son ustedes aficionados al marisco, sepan que en mercados municipales como el de Vannes, le preparan las langostas y demás bichos suculentos, para comerlos allí mismo y si por casualidad son amantes de las ostras, le prepararán una docenita de las más grandes y frescas que haya probado jamás, por tan solo ocho euros. Del vino y el champán ni hablamos, porque en Francia, es como el valor de los reclutas en la antigua mili: se le supone. Solo queda probar unas galettes y pasear la pupila por Josselin, Malestroit o Rochefort-en-terre. Toda una cura de relax, en medio del tormento catalán que nos aflige.

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