Hubo un tiempo en que en vez de un móvil, lo que sobresalía del bolsillo de atrás del pantalón era una novelita del Oeste. Se vendían semanalmente al precio de 5 pesetas y eran 96 páginas en formato de 10 x 15 (el justo para que entrase en el bolsillo) con una atractiva ilustración en la portada. Aunque ignoradas por el público "literario", tenían multitud de seguidores que las compraban y tras leerlas acudían a los mismos quioscos para, mediante el pago de unos céntimos, cambiarlas por otras. Su éxito radicaba en la utilización desmedida de todos los tópicos del Oeste: vaqueros, forajidos, indios, atracadores, sheriffs y... el saloon. La acción era trepidante de la primera a la última página y a juzgar por el laconismo de los diálogos, sus personajes gastaban más en plomo que en saliva.

Marcial Lafuente Estefanía fue el más prolífico y famoso de sus autores. Utilizaba un libro de Historia de los Estados Unidos, un atlas muy antiguo del país en el que aparecían los nombres de los efímeros pueblos que surgieron a la vez que se conquistaba el Oeste y una guía telefónica norteamericana de dónde sacaba los nombres de sus personajes. Silver Kane (pseudónimo de Francisco González Ledesma) fue quizás el más brillante de estos estajanovistas de la escritura. Abogado y periodista, en los tiempos de régimen se vio obligado a ganarse la vida escribiendo novelas de quiosco.

A pesar de lo manido del género sus argumentos resultaban atractivos por su (relativa) complejidad. El más curioso, sin embargo, fue el almeriense Ángel Cazorla que, para firmar sus novelas, se transmutaba en Kent Wilson. Emigró a Cataluña y allí su colega Juan Abad (alias John Abbott) le animó a ganarse unas pesetas con los westerns. Cazorla alquiló una máquina de escribir por quince duros y en una semana redactó su primera novela: El delito de Cornel Hower. Se dedicaba a la escritura en su tiempo libre y se inspiraba en los grandes maestros del género: Zane Grey o Karl May. Su editor se quejó de que en sus novelas moría poca gente y Cazorla lo arregló escribiendo ¡Trabaja sepulturero!. El protagonista tenía seis tumbas abiertas en el cementerio pero nadie con quien llenarlas... hasta que un pistolero llegó al pueblo y en un santiamén le proporcionó la "materia prima" para sus sepulturas. Aquellos eran relatos sin mayor pretensión que distraer a la gente y, en no pocos casos, iniciarlas en la lectura. Estoy convencido que ensimismarme en su día con Las leyes del Colt me ayudó para poder leer, muchos años después, El espíritu de las leyes.

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