NO es extraña la ola de solidaridad que han despertado en toda España los padres de Enaitz Iriondo, un joven vasco que murió en agosto de 2004 tras ser atropellado por un Audi 8 cuando circulaba en bicicleta de noche, sin casco ni chaleco reflectante. Sus padres vieron rechazada la vía penal y recibieron una indemnización por la vía civil (33.000 euros) de la compañía de seguros del automovilista.

La simpatía póstuma hacia Iriondo -y actual con sus padres- procede del hecho abracadabrante de que el homicida involuntario (un industrial riojano, de nombre Tomás Delgado) ha demandado a los padres de la víctima y al seguro con la intención de cobrar los 14.000 euros de los daños sufridos por su Audi golpeado por el cuerpo del ciclista, más 6.000 en concepto de sustitución del vehículo para su trabajo diario.

No hace falta referirse a más circunstancias del caso (que Delgado dispone de más coches, que no le hace falta el dinero según su propia confesión, que el atestado de la Guardia Civil refleja que circulaba a mucha más velocidad de la permitida en la zona...) para entender la catadura moral y humana del individuo. Él mismo se ha retratado: "Yo también soy una víctima en todo esto. Lo del chaval no se puede arreglar, pero lo mío sí", ha explicado a un periódico. ¿Qué se puede pensar de una persona que, sin atenuante de estado de necesidad ni nada por el estilo, se preocupa por sus veinte mil euros -en el caso de que le correspondan- en vez de pedir perdón, consolar a los padres de ese joven al que dio muerte y esperar a que el tiempo le alivie la carga de su culpa?

Pues se puede pensar de todo, y malo, incluso sopesando su argumento de que para cobrar necesita demandar a los padres del fallecido y, con ellos, a la compañía aseguradora. Pero, aparte de ser un desahogado y un cínico, el tipo responde a cierto paradigma de nuestro tiempo: vivimos en un estado de inflación de derechos e individualismo feroz. Ante un conflicto de intereses reaccionamos habitualmente con nuestros derechos por delante, sin parar en barras de que también tenemos deberes, y los demás, exactamente igual. No ponemos en la balanza lo que otros han perdido o habrán de perder para que nosotros ganemos lo que creemos que nos corresponde. No hay matices: lo mío es mío, y lo defiendo por encima de todo; de lo tuyo encárgate tú, si puedes, y si no, te fastidias.

El caso del conductor involuntariamente homicida de la Rioja es patético y escandaloso porque hay un muerto de por medio, pero no es muy diferente en el fondo a tantos otros en que nos agarramos a la tabla de derechos y a la letra de la ley para no mirar a los ojos a otro ser humano que sufre por causa nuestra.

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