Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Moviladictos

Una enorme minoría de conductores conduce mientras habla, escribe o se hace fotos con el celular

Ala espalda de la conductora, un bebé duerme en una sillita de seguridad. Hay una L en la luna trasera. El semáforo se pone en verde para los coches, y quienes esperan detrás pitan para que ella reanude la marcha. El móvil es fuente de claxonazos: lo que el civismo moderó, la tecnología volvió a enredar. Ella mete primera sin dejar de escribir en su teléfono, y vuelve las dos manos al teclado, sin parar de reír. Gobierna -es un decir- el volante con las rodillas mientras arranca a trompicones. Lo vi. No es nada raro ni cosa de canallas, cretinos o locos. Mucha gente maneja el coche usando el teléfono.

La vida ofrece disfrutes o, a unas malas, apoyos para transitar el valle de lágrimas que pueden esconder la promesa del abuso, el vicio y la adicción, trazando un círculo perverso del que es difícil escapar. El alcohol, las ambrosías químicas o el sexo pueden pasar de ser un gozo a convertirse en una condena para el alma y el cuerpo, un padecimiento crónico que obliga al adicto a buscar tal sustancia o circunstancia sólo para calmar el desconsuelo de carecer de ellas. Incluso si la afición desatada pone en riesgo tu vida en todos los sentidos.

Sucede, decimos, con el uso del teléfono móvil, casi resulta tópico recordarlo: un instrumento alucinante que te permite contactar con cualquiera en cualquier lugar, hacer fotografías y videos, mantener grupos de conversación con tus compañeros de zumba, cofradía o antiguo colegio; hablar en directo viendo a la otra persona, pagar en el restaurante, jugar a videojuegos, mil cosas. Por un lado o por otro es fácil acabar pillado, de forma que si oímos un ring-ring cualquiera, echamos mano a nuestro móvil como perritos de Pavlov del celular, exactamente igual que un fumador encenderá un pitillo al ver una buena calada de Humphrey con su buena voluta de humo, o un ludópata comenzará a sudorar y a secársele la boca al oír las infernales musiquitas del tragaperras de la cafetería, que se hacen presentes con taimada frecuencia.

El móvil pone en peligro la vida de su dueño (en fin, en tantos casos cabe dudar de quién es el dueño). No lo hace corroyendo tus órganos, tu patrimonio, tu familia o tu mente, o no tanto como tras adicciones: lo hace poniéndote debajo de un tranvía o despeñándote por un barranco en pleno selfie. Y peor, la obsesión por el móvil mata gente, la hiere o le daña el vehículo. Una enorme minoría de conductores conducen mientras hablan, escriben o se hacen fotos con el celular en las manos. Es la adicción contemporánea.

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