Misántropo en saraos

La amistad exige una periódica ofrenda ritual de tiempo inmolado y de silencio abierto en canal

Entre los terrenos nítidos de lo que tenemos que hacer (ir al trabajo a las ocho de la mañana, por ejemplo) y lo que queremos hacer (leer A la sombra de las muchachas en flor en una hamaca), se halla un vasto territorio de recodos y quebradas. No son ni deberes inapelables ni placeres propios. En algunos momentos de maniqueísmo feroz, hemos manifestado nuestro firme propósito de no hacer nada más que nuestra santa voluntad, fuera de aquellas actividades en las que está sometida, esto es, fuera de las indispensables para ganarse la vida o para cumplir con unos compromisos libremente adquiridos. Pero tan sencillo no es.

En estas semanas de agitado pico social, con fiestas, cenas y veladas o solidarias o neocon (privadas, digo) o cooperativas (se paga a escote) por allá o por allí, lo sufro en mis carnes. Mi deseo más profundo es quedarme en casa leyendo o escribiendo otro artículo distinto a éste -tan impuesto por las presentes circunstancias-, en un cuarto con las puertas cerradas, oyendo, amortiguadas, a lo lejos, las dulces voces de mis hijos que juegan solos y sin pelearse con la manguera en el jardín. Prefiero concentrarme a distraerme. Es mi idea de la felicidad.

De la felicidad inalcanzable, para ser más precisos. Acabo yendo a todos (¡a todos!) esos jaleos. Y por una paradoja. Es la caricia que mi mujer valora más: que yo vaya errático por ahí dando palmadas a diestro y siniestro en las espaldas de media humanidad. Misántropo metido en medio de los saraos más ruidosos por amor a la intimidad.

En el matrimonio se promete fidelidad en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad; y un amigo insiste en que lo más duro de la fidelidad es, en realidad, en lo bueno, porque en lo malo la bonhomía nos obliga a no dar la espalda. La paradoja es preciosa, y donde yo la veo más clara es, uf, en las fiestas.

Para acabar con otra vuelta de tuerca, uno regresa a casa reconociendo que hizo bien en salir. Una cosa es querer quedarse en casa y otra, asumir una vida sin amigos, que son, como advertía Aristóteles, quizá para conjurar su propia misantropía, lo mejor de la vida; y que requieren su periódica ofrenda ritual de tiempo inmolado y de silencio abierto en canal. Todavía más: en el último momento, ya llegando a casa, se alcanza la apoteosis del anonadamiento cuando uno tiene que admitir, humillado, que, encima, lo pasó de miedo.

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