La primera vez que tuve contacto con el fenómeno del top-manta, fue en un viaje a Roma, hace 15 años. Paseábamos mi santa y yo por la Vía Condotti, la arteria comercial más importante de la imperial ciudad, cuando observamos con perplejidad que delante de la tienda de Gucci, un hombre de raza negra, vendía falsificaciones de los mismos bolsos que estaban en el escaparate. Me pareció insólito que los propietarios de la marca no hicieran nada para evitar la competencia ilegal. Pensé que a lo mejor, a Gucci no le preocupaba el asunto, por lo exclusivos que son sus adinerados clientes. Fue un magnífico ejemplo de las dos categorías humanas básicas, enunciadas en Los intereses creados de Jacinto Benavente: los ricos y los tiesos.

El estallido de violencia en Lavapiés, ha puesto el foco sobre los manteros. Acostumbrados a que pasen inadvertidos formando parte del paisaje urbano, nos ha picado la curiosidad por saber más de ellos. Son senegaleses en su gran mayoría. Vinieron en la oleada de cayucos, entre 2005 y 2007, procedentes de Mauritania. Pertenecen a la etnia wolof, marcada por sus habilidades comerciales. Se dividen en manteros, que venden en el suelo y mochileros que van comerciando por bares y aglomeraciones de gente. Aunque en un principio estaban obligados por las mafias a pagar un alto precio por el viaje, en la actualidad ya tienen un cierto grado de independencia y hasta han fundado un sindicato para defender sus intereses. En castellano lo que mejor pronuncian son el «¡hola, guapa!» y el «¡hola, amigo!» que utilizan como reclamo de sus posibles compradores. La mercancía la consiguen en los grandes distribuidores chinos. Según un estudio de Cáritas Mallorca, sobre venta ambulante, un 10% de ellos, no tiene pasaporte. Ello les impide empadronarse para acceder a las ayudas sociales. Cuatro de cada 10 manteros no sabe leer ni escribir. Un 36% tiene estudios elementales y un 17% tiene estudios superiores. Entre los 139 encuestados hay un titulado universitario. El 76% no ha hecho formación laboral en España. La media de edad, está entre 30 y 40 años. Las falsificaciones suponen la pérdida de 7.659 millones de euros de ventas cada año, aunque no todo el volumen procede de los manteros. La integración de esta comunidad en nuestro país, no es convertir en legal, la venta ilegal como propone Podemos. Pongamos las condiciones, para que este colectivo pueda hacer lo que mejor sabe, comerciar, pero con mercancías legales. Se necesita imaginación y valentía.

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