La esfera armilar

Alberto P. de Vargas

Libertad, libertad, libertad

EL último domingo del tormentoso año que se ha acabado hace nada, el amigo Manolo Martín, fotógrafo de la vieja escuela, publicó en su memoria gráfica La Isla Verde, de Europa Sur, la fotografía de una parte de los sucesos más salvajes habidos en Algeciras desde que la dejaron los caballeros del Reino de Granada. Más que las guerras que aún siendo ejemplos de irracionalidad, pueden albergar gestos de nobleza. Porque el peor de los daños producidos voluntariamente, es el que se comete contra la espiritualidad, contra el pensamiento en fin. Esa salvajada que no debe ser ni disculpada ni pretendidamente justificada, se cometió contra la Iglesia de Nuestra Señora de la Palma en el año 1934, tercer año triunfal de la República, estando España supuestamente en paz, sin más riesgos o conflictos que los que podían derivarse de una sociedad con el alma agrietada por los enfrentamientos de una clase política irresponsable que perdió la compostura permitiendo que los localismos, la venganza y las miserias humanas se apoderaran de los foros y de las calles. En el cuarto inferior izquierda de la página 12 de ese día, se inserta en nuestro diario una fotografía de la que parece ser la nave del Santísimo, en La Palma, destrozada por una plebe de cobardes descerebrados a los que no se les puede suponer ni criterio ni inteligencia. Importante fotografía porque es difícil dar con algún testimonio gráfico de ese vergonzoso episodio y ya habrá muy poca gente que pueda contarlo.

Mi madre, Isabel, tenía entonces, veinticuatro años y preparaba su boda con mi padre, Ignacio, cinco años mayor que ella y primo hermano de un controvertido personaje llamado Blas Infante que con el tiempo se convertiría en mártir de su causa a manos de otra pandilla de animales. Una losa de piedra, en la nave central de la Iglesia, cerca del Altar Mayor, recuerda con ejemplar grafía la agresión a la parroquia que dirigía un salesiano, Andrés Yun, de aquellos que como don Miguelito, don Manuel María, don José María Márquez o don Francisco, le devolvieron al pueblo la oportunidad de mantener vivas sus tradiciones religiosas populares.

Las visitas de mis padres a la Iglesia tenían necesariamente que hacerse a ocultas y entrando por alguna puerta más discreta que la principal, incluso la boda se llegó a celebrar secretamente limitándose a la ceremonia religiosa y haciéndolo con sencillez y recogimiento. Legalmente se fecharía el día 8 de abril de 1936, festividad de San Alberto.

Las libertades, entonces, se reducían a los papeles porque, ni de hecho ni de derecho, se puede ser libre donde la razón ha sido sustituida por el desorden y la autoridad por la dejación y el abandono.

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