Inmoralismo

Tienen algo repelente los argumentos de quienes reducen una pulsión innombrable a mera opción estética

Como el garantismo en el ámbito del derecho o la tolerancia en materia religiosa, la libertad de expresión constituye uno de los pilares de las sociedades avanzadas para las cuales cualquier forma de censura es una práctica aberrante, asociada a épocas oscuras en las que un puñado de tristes funcionarios decidía lo que era insano o moralmente inaceptable. Si se trata además de arte, resulta muy difícil argumentar que los creadores deban atenerse a criterios edificantes o eludir los asuntos escabrosos, pero incluso en el caso harto improbable de que algún día se impusiera una poética inmaculada, sujeta a las convenciones de lo políticamente correcto, quedaría el problema de qué hacer con un legado de siglos en los que no estaban vigentes los valores que ahora damos por ejemplares. Muchos artistas, por otra parte, han sido individuos notoriamente abominables y no tiene sentido juzgar su trabajo a partir de sus convicciones odiosas o de su comportamiento mezquino y en algunos casos delictivo. No es que no importe, pero entendemos que la consideración de la obra, si esta lo vale, se sitúa al margen de la ética.

Ahora bien, una cosa es que lo entendamos de este modo y otra que descartemos por innecesario un debate tan viejo como irresoluble, si excluimos la prohibición de los contenidos ofensivos. La polémica a propósito del cuadro de Balthus puede ser desproporcionada, pero a nuestro juicio no es intrascendente ni merece ser despachada con cuatro obviedades referidas a la autonomía del artista. Lo fácil sería sumarse al inmoralismo de salón e hilar un favorecedor alegato contra los puritanos, que es verdad que siguen existiendo e incluso han aumentado su número; echar mano de una cita de Wilde -que las tiene muy brillantes al respecto- o remitirse, para ridiculizar las pretensiones de los supuestos aspirantes a censores, a la famosa etiqueta de arte degenerado con la que los nazis estigmatizaron buena parte de la pintura contemporánea. Pero hablamos de niñas o de niños y la sensibilidad en este terreno ha cambiado mucho, para bien y por fortuna. Reconocemos a Nabokov o Lewis Carroll como grandes escritores, pero la pasión por las nínfulas o los efebos es sólo una forma embellecida de designar el peor de los crímenes, y aunque no cabe atribuírselo a los autores que han tratado más o menos expresamente de esta pulsión innombrable, tienen algo repelente los argumentos de quienes la reducen, obviando el dolor de las víctimas reales, a una mera opción estética. Hay transgresiones liberadoras y otras que sugieren impiedad y servidumbre.

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