Se preguntaba Punset cuál sería la causa evolutiva que podría explicar la capacidad infinita que tiene la gente para hacerse infeliz. La cuestión no es en absoluto menor y parte de un hecho contrastado: en el primer mundo, con niveles de bienestar, a pesar de la crisis, inalcanzables para el resto del planeta, aumentan los trastornos psíquicos, los suicidios, las adicciones y, en general, las sociedades que se manifiestan permanentemente irritadas, inconformes con sus logros, sumidas en un sentimiento mayoritario de desgracia. El fenómeno es tan visible que ya hay analistas que señalan a la infelicidad como la epidemia del siglo XXI: estés con quien estés, incluso con personas de éxito o fortuna, el quejarse y el culpar a todos de los propios desequilibrios suele ser el entretenimiento favorito; no importa adonde vayas, siempre hay algo que está mal, que nos permite adjudicarnos la condición de víctimas. El gobierno, la economía, el clima, los actos de los demás, lo que tienes, lo que no tienes, cualquier variable es suficiente para proclamarnos profundamente insatisfechos, lejos, muy lejos, de esa felicidad a la que idealmente decimos aspirar.

Además de parecerme injusto con los auténticos desvalidos, me sorprende esa constante prevalencia de lo triste, de lo deprimente, a la hora de presentarnos ante los otros. Osho, el polémico filósofo hindú, creyó descubrir las razones profundas de tan extendida estrategia. Desde niños, afirmaba, nos enseñan y aprendemos que de la infelicidad se saca mayor partido: así, cuanto más débil y vulnerable te muestres, más atención recibirás de los que te rodean, menos ignorado e intrascendente latirá tu ego. A la inversa, cuando apareces feliz, nadie te escucha. De ahí que, desde muy pronto, empecemos a optar por lo pesimista, por el lado oscuro de la existencia. Añádase que un cierto grado de malestar publicitado te protege contra dos amenazas temibles: la de la envidia ajena, que te augura daños y enemistades, y la de una paradójica, pero inevitable, acusación de locura. Esto último, el que el hombre feliz sea considerado un orate, es juicio común entre los supuestamente inteligentes.

Hay, claro, puñaladas reales. Aunque son muchas más, creo, las que derivan de esta errónea elección más o menos consciente. Tan cercana y posible, por otra parte, como la de permitirse ser dichoso y disfrutar, sin miedo ni parapetos, de la efímera plenitud de tus instantes.

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