Que estamos de paso es evidente, lo que debemos aprender en el trayecto es a agradecer las huellas que otros nos dejan. Que la vida hay que bebérsela a cada instante es una virtud que no todos poseemos. Que el viaje es largo o corto, según se vea, nada tiene que ver con los años vividos sino con las pisadas; están los que dan pocos pasos en muchos años y los hay que no dejan de dar pasos, y a esos, los años no les pesan.

Antonio dejó pasos por el mundo y huella, supo beberse la vida a cada instante, hizo que la edad biológica para él no existiera porque en el fondo siempre quiso ser un curioso niño apasionado por todo. Portador de una despreocupada elegancia innata, de una mirada pícara y de un motivo de alegría y celebración siempre como as bajo la manga.

Las calles de Vejer lo hacían aparecer por cualquier recoveco, ya fuese en moto, coche o andando, de un lado a otro, intentando hacerle lo más acogedora posible la estancia a los visitantes que se hospedaban en las diferentes casas que gestionó. Con su indomable nívea cabellera que por más que alisara con sus manos siempre estaba alborotada, manos que tampoco dejaba quietas en su boca hurgándose las uñas.

Cuando Antonio Roldán y yo cruzamos nuestros caminos, mis zapatos arrastraban una pesada tristeza y a cada paso me hundía en arenas movedizas; de plomo parecían. Un día después de encontrarnos, me dejó las llaves de su casa antes de irse a un viaje a Marruecos de esos que tanto le gustaban. Me ofreció su hogar sin casi conocerme y su consigna fue: disfruta. Nada material suyo que no fuese para todos. Estar con él era conectar con la alegría. Subirse a su destartalado coche era como viajar encima de Rocinante con Don Quijote sin tener que luchar contra molinos y en momentos cruciales sabía sacar la lucidez de Sancho. Daba la sensación de querer pasar por las emociones de puntillas pero él, sin pretenderlo, a su manera, era pura emoción.

Cuando fui a despedirlo, al tomar en la carretera esa curva estratégica en la que aparece al fondo la blanca belleza de Vejer, supe que ya nada sería como antes. Esta vez no pude abrazarlo pero sí a sus hijos, y en cada uno de ellos encontré su calor, ese que un día consiguió abrir de nuevo mi corazón a la celebración de sentirme viva dejándome su huella.

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