Hacer justicia

Deudas que para otros serían irrisorias pueden condenar de por vida a una marginalidad sin redención posible

Más de 2.500 años después de que las reformas de Solón abolieran en Atenas la esclavitud por deudas, un castigo vigente en muchas épocas de la Historia que en otras fue sustituido por la prisión de donde los insolventes podían no ser liberados nunca, aún hay quienes se muestran implacables a la hora de perseguir los impagos y catalogan por sistema a los particulares que no pueden cumplir con las obligaciones contraídas de irresponsables o delincuentes. Existen por fortuna leyes y directivas que limitan el daño, pero en la práctica no siempre logran escapar del feroz acoso de esas incalificables compañías de créditos rápidos, especializadas en prestar pequeñas cantidades de dinero -el viejo sistema de Mr. Scrooge, favorecido por una publicidad tan agresiva como engañosa- con intereses rayanos en la usura.

En una de las brillantes novelas reales de Emmanuel Carrère, De vidas ajenas, se cuenta la conmovedora historia de dos obstinados jueces que abanderaron con éxito la defensa de los ciudadanos endeudados frente a la voracidad intimidatoria de los prestamistas, capaces de arruinar para siempre a sus clientes por el procedimiento, increíblemente legal, de convertir los cientos de euros en decenas de miles, sumando los intereses y las penalizaciones que las personas necesitadas raras veces se detienen a leer -si es que figuran con un cuerpo legible- en contratos claramente abusivos. Es verdad que existen morosos vocacionales que no se privan de nada, pero las víctimas de estas prácticas son en muchos casos gente humilde a la que deudas que para otros serían irrisorias pueden condenar de por vida -ya no esclavos ni presos, pero igualmente señalados y excluidos- a una marginalidad sin redención posible.

Es fácil caer en la demagogia cuando se abordan estas cuestiones, pero fue el propio legislador griego quien explicó que las afrentas individuales lo son también contra la comunidad o que el sometimiento de una parte constituye una amenaza para la libertad de todos. Los jueces de la novela de Carrère, un hombre y una mujer con contados apoyos en otros tribunales franceses, compartían una severa minusvalía y el hecho de haber elegido los poco prestigiosos juzgados de primera instancia, en la afanosa trinchera donde se amontonan las denuncias de los acreedores. Eran de extracción burguesa y no los caracterizaba una ideología especialmente definida. Para ellos y otros bravos luchadores que se esfuerzan por proteger a los débiles de los profesionales del abuso, se trataba nada más y nada menos que de hacer justicia.

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