¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Frente a Doñana

Hay un populismo turístico, urbanístico y medioambiental del que se habla poco y que afecta a la derecha y a la izquierda

El viento que llega a Sanlúcar de Barrameda huele a madero incinerado. Son las consecuencias del incendio que sólo hace dos semanas calcinó más de 8.000 hectáreas de matorral y arbolado en el entorno de Doñana. Los especialistas nos hablan de la capacidad de resistencia del bosque mediterráneo, de sus mecanismos de regeneración forjados durante miles de años de evolución. No lo ponemos en duda, pero mientras tanto persiste este aroma a casa quemada. Deberíamos no quitarle importancia al asunto, a no ser, claro está, que se quieran tapar algunas vergüenzas políticas.

Cierto es que el incendio fue aprovechado por todo tipo de demagogos que se apresuraron a buscar conspiraciones y simbiosis entre pirómanos y plutócratas, pero eso no quita que no se recuerden los muchos peligros que asedian a un espacio natural que es ya uno de los últimos símbolos de resistencia ante esa gran ola de cemento, plástico y alquitrán que recorre nuestro litoral. La sobreexplotación de los recursos debido a la agricultura y el turismo, los proyectos de alguna multinacional energética, el cortoplacismo de alcaldes y políticos en general… Doñana es una última trinchera, si cae ya sabemos lo que viene después: infraviviendas playeras, campos de golf insostenibles, olores a depuradora, chiringuitos con cabezones de Buda, algaidas convertidas en basureros... Hay un populismo turístico, urbanístico y medioambiental del que se habla poco, que afecta tanto a la derecha como a la izquierda y que ha confundido el mandato bíblico de dominar el mundo con convertirlo en una cloaca. Al menos deberíamos conservar Doñana para poder decirles a nuestros nietos cómo era el mundo antes de la invención de la autopista, los pesticidas y el turismo de ricos y pobres, tanto del bronceado jugador de golf como del tatuado y musculado pelotari playero.

El propio Caballero Bonald ha contado alguna vez cómo, al contemplar el horizonte de Doñana desde su chalet de Montijo, empezó la escritura febril de Ágata ojo de gato, sin duda la mejor ficción novelesca sobre el Coto, que debería ser lectura obligatoria en los colegios, no sólo por su reivindicación literaria de la tradición barroca andaluza, sino también por su tratamiento de este espacio como mito. Al igual que los norteamericanos tienen el horizonte imaginario del Far West para recordarles que son un pueblo de pioneros, nosotros deberíamos preservar Doñana para que nos repita al oído que hubo una época en la que el mundo fue hermoso.

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