Francia partida

Macron, mano derecha de Hollande, es un producto de la mercadotecnia política, sin partido ni proyecto

Un 57% de los franceses con ingresos menores de 1.250 euros mensuales, y un 52% de los que ganan entre esa cifra y 2.000 han votado a Le Pen o Mélenchon en las elecciones del pasado domingo, muchos más a la primera que al segundo. En esas dos franjas, los votantes de Macron o Fillon eran el 26 y el 33%, respectivamente. Sin embargo, entre los que ganan más de 3.000 euros, las proporciones se invierten: 57% para éstos, con un 8% más de voto para Macron que para Fillon, y sólo un 31% para Le Pen o Mélenchon. La brutal división política de los franceses tiene, pues, raíces sociales que se expresan con igual nitidez en el mapa: las regiones empobrecidas o con problemas derivados de una inmigración inasimilable han votado, sobre todo, a Le Pen, pero también mucho, sobre todo en el sur, a Mélenchon. Las grandes ciudades -París, especialmente- y las zonas favorecidas por las nuevas modalidades económicas, a los candidatos más pro establishment.

Pocos se detienen en este momento, con la segunda vuelta a la puerta, ante lo que implica y anuncia esta fractura social de dimensión desconocida hasta ahora en cualquier país europeo. El todos contra Marine Le Pen y el arropamiento sin fisuras de un candidato como Macron, que concentra en su difuso programa todos los elementos para incrementar el malestar existente sin afrontar ninguna de sus causas, puede explicarse desde el temor a los extremos políticos, pero puede llevar al sistema a cortar los puentes con una realidad que será poco agradable, pero no puede ser desconocida. Macron, mano derecha de Hollande, el presidente más impopular de la V República, es un producto de la mercadotecnia política, sin partido ni proyecto. Un exponente perfecto de lo que las élites actuales promueven y las gentes rechazan. Ese divorcio es más peligroso para la libertad que todos los fantasmas que hoy agitan los que no hacen nada para resolver el malestar profundo de los sectores empobrecidos y acosados en sus propios pueblos y barrios.

En 1637 ardía en el Périgord la rebelión de los croquants, campesinos que se levantaron contra los hombres de finanzas que, decían los rebeldes, "exprimen a los pobres trabajadores al máximo". En aquella región, relataba un viajero, "el propio adjetivo parisino suscita tal odio y horror que basta decirlo para correr riesgo de muerte". Aquello costó años de sangre y represión.

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