Participé en dos manifestaciones del 4 de diciembre: la de 1977, que fue masiva, transversal, casi unánime, sin conciencia real de qué era todo aquello, y otra más, creo que sería 1983 ó 1984, en la que sólo éramos unos pocos estudiantes de instituto que considerábamos que aquella efemérides era más verdadera que la del 28-F, el Día de Andalucía, ya institucionalizada. El nacionalismo, que es la más infantil de las ideologías, la más emocional, se construye con fechas, batallas perdidas y mártires. Está bien que se recuerden, o que se celebren, pero tengamos cuidado con estas exaltaciones, con estos argumentos historicistas, que lo mismo sirven para unir que para separar. Vaya semanita: el 4-D, el Día de la Constitución y el de la Inmaculada, y es que la Iglesia se pidió todos los días del calendario para dejar clara la omnipresencia de sus ritos. Tendríamos que relativizar todas estas fiestas melancólicas, desnudarlas de triunfalismos, de victimismo y tener presente que el poder institucionalizado, del color y credo que fuese, siempre las ha utilizado para su interés coyuntural. Se trata de ver la paja en el ojo propio para advertirle al vecino que ni Wilfredo el Peludo fue el primer independentista ni la Guerra de Sucesión enfrentó a España con Cataluña. Seamos serios, modestos y dejémonos de tanto triunfalismos.

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