EL desmembramiento de la URSS, escenificado en la apertura del telón de acero y la caída del muro de Berlín, fue sin duda una de las más importantes -y mejores- noticias del siglo XX. Paradójicamente, tan feliz acontecimiento supuso una molesta contrariedad para los amantes de las novelas de espías: desaparecía el sustrato real que daba verosimilitud a los relatos de los grandes maestros del género: Graham Green, Frederick Forsyth y, sobre todo, John Le Carré. A partir de ese momento, los cambios de enemigos (islamistas), escenarios (Oriente Medio) y, fundamentalmente, del modus operandi de los malos (terroristas suicidas que se inmolan en nombre de Alá) modificaron las tramas y argumentos de los relatos de espionaje haciéndolos más rudimentarios y monótonos, con espectaculares baños de sangre pero sin los astutos y sofisticados enfrentamientos intelectuales de los espías clásicos.

El espía que surgió del frío, El topo o La gente de Smiley están entre las mejores novelas del género. En ellas Le Carré muestra a los espías en un contexto sórdido y realista, sin pizca de glamour. El MI6 británico (el Circus) y el KGB soviético, personificados en el oficial de inteligencia George Smiley y en Karla, su homónimo ruso, compiten con buenas y malas artes en arrebatarse secretos de estado. Smiley es un anti-héroe, un hombre bajito, regordete y desastrado, experto en literatura germánica y jamás usa una pistola. Las novelas de Le Carré son para el aspirante a espía lo que es la trilogía de El Padrino para el que pretende convertirse en gángster, esto es, el manual donde se aprenden las técnicas y métodos para llegar a ser bueno en ambos -y a veces- parecidos oficios.

A raíz de recientes informaciones periodísticas, salta a la vista que el actual director del CNI (los servicios secretos españoles) no tuvo la precaución de leer a Le Carré en su momento, es decir, cuando le dieron el cargo teniendo un currículo en el mundo del espionaje no mucho más extenso del que puedan tener vds. queridos lectores o yo mismo. Si acaso, y atendiendo a su comportamiento, parece que tras echarle un vistazo a las novelitas de Ian Flemming quedó encandilado con el agente 007 (James Bond) y si bien no ha conseguido imitarle ni de lejos en los éxitos de sus misiones, si lo ha logrado plenamente en cuanto al aspecto chulesco y de bon vivant del personaje. Así lo demuestra la publicación de las fotos de sus pesquerías exóticas en las que sólo falta la chica en bikini (tal vez por la impericia del fotógrafo) para considerarlo un perfecto sucedáneo de Sean Connery. Sin embargo, la cruda realidad se impone y la chapuza perpetrada en el CNI para eliminar la cara del director de tan comprometedora foto, junto con el conocimiento de las peculiares misiones que se encargaban a algunos agentes secretos (limpiar piscinas, transportar patatas, congelar trofeos cinegéticos…), nos dan claros indicios de que aquí no tenemos ni Smileys y ni siquiera Bonds, sino, más bien, Mortadelos, Filemones y Doctores Bacterios. Antes que a la CIA, el CNI se parece a la TIA y, como es obvio, para entenderla es mejor leer a Ibañez que a Le Carré.

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