Después de la tormenta llega la ecuanimidad emocional. La Navidad es peligrosa porque no deja de ser una ocasión más para subrayar las carencias y remover los inestables cimientos de lo que realmente celebramos. Porque no es solo las personas que no están ya con nosotros sino la multitud de injusticias, desigualdades y desamparos que el ensordecedor bullicio trata de ensordecer y que si realmente escuchásemos nos jorobarían las fiestas. Mejor mirar las grandes superficies que el pesebre. Vi en estos días de innumerables celebraciones, de atiborrarse de todo, de gastar como si no hubiese un mañana, una entrevista al padre Ángel extendiendo sus alas para acoger en su iglesia de San Antón, la casa de todos abierta a todas horas, a los más desfavorecidos y pareció reubicarme el sentido de lo que celebrábamos que con tanto sacudir el bolsillo olvidamos. Mientras, en muchos hogares se cuecen, junto con los mariscos, familias que se sientan a la mesa con rencores; otras, que solo se ven en esas fechas y después se ignoran; las que solo beben y beben y vuelven a beber por tal de disfrazarlo todo… Por otro lado, qué trémulo el empeño en recapitular la historia de otras Navidades que fuimos escribiendo a lo largo de nuestras vidas en las que estábamos todos… cómo ha cambiado la forma de celebrarlas.

Y no debería afectarme nada porque soy de las que se reconfortan al estar con su familia, pero mi integridad emocional se encuentra más a salvo desde que el belén duerme en su caja, desde que los adornos navideños dejan libres los espacios y la casa pierde la tonalidad roja y verde para volver a predominar la blanca. Ni un turrón, ni un polvorón, ni una hojaldrina… Desapareció la iluminación navideña de calles y ventanas. Los niños que regresan arrastrando latas con sonrisas, sonidos celestiales, y vuelven a llenar el salón de casa, estos días tan vacío sin ellos; de memoria me enumeran, como si de reyes Godos se tratase, la lista de los regalos que otros reyes, los Magos, les han dejado y me enseñan los que traen consigo: relojes, sudaderas, zapatillas de deportes, agendas, mochilas…todo recién estrenado y que yo nada más verlos entrar sabía que eran nuevos; y me cuentan también sobre los que dejaron en casa que suelen ser máquinas de juegos que no me sé sus nombres.

Ahora toca subir la cuesta de enero; recuperada la ecuanimidad estoy segura de que más de uno la subiremos hasta silbando.

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