Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Desolación, tristeza y veladores

La "barbaridad" de retirar el velador de la cafetería ha dejado al académico desolado y triste

La muy antigua, popular y populosa, y céntrica, ubicada en todo el "cogollo de la ciudad", cafetería y confitería herida en su imagen y en su negocio con el desmantelamiento de su siempre animado y concurrido velador, cuenta ya con la inestimable muestra de solidaridad -y con una oportuna campaña de propaganda y marketing- del ex corresponsal de guerra curtido en un montón de batallas y testigo, como el coronel Kurtz, del horror el horror, hombre del que se podía llegar a pensar curado ya de todo espanto después de haber presenciado en primera línea atrocidades de todos los colores, crímenes contra la humanidad en ciudades arrasadas, y que sin embargo siente en el alma la pérdida del velador, un acontecimiento que lo arrastra a la desolación y la tristeza, toda vez que la medida municipal, una "barbaridad", de limpiar de mesas y sillas tan singular y genuino espacio hizo imposible en su última estancia en la ciudad que disfrutara de un café, o de lo que fuera, como lo ha estado haciendo cada vez que la ha visitado, y han sido muchas, mientras se dedicaba a alternar la observación de las gentes, su trasiego, el ir y venir, eso del pálpito de la calle, con el solaz individual, el relajo íntimo, y considerando la posibilidad, por qué no, del hallazgo de alguna idea inspiradora con la que emprender una nueva obra, que el ex corresponsal de guerra hace tiempo que cambió la zamarra de reportero por el tweed de escritor y el estruendo de los bombardeos por el silencio de la Academia, no en vano ahí mismo, en esa cafetería despojada de las mesas y sillas que ofrecía a turistas y nativos, muchos más los primeros que los segundos, el académico situó, como él mismo recordó a los periodistas a los que congregó ex profeso para transmitirles su atribulado estado de ánimo, un escenario clave en una de sus novelas, ya documento inestimable para futuras generaciones de lectores -¿los habrá?- que sabrán gracias a sus páginas de la existencia pretérita de un velador en la cafetería más famosa de la ciudad invadida por las cotorras y en la que, por mucha que sea la pesadumbre que dice sentir el ex corresponsal de guerra, donde mejor sabe el café o lo que sea es acodado en la barra mientras oyes a los camareros hablar de sus cosas. Como decían mi padre y sus amigos: en las mesas las mujeres y los niños.

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