Mi amigo Juan, era un hombre de los que el General Gutiérrez Mellado consideraba los mejores soldados del mundo: un español bajito. Hijo y nieto de campesinos, poseía una sabiduría general aspirada de la tierra y regada con el sudor de varias generaciones. Cuando te hablaba de una planta, te decía de forma automática, tras el nombre común de la misma, su utilidad para la salud. Ese conocimiento transmitido oralmente era de vital importancia en el medio rural en el que se crió, carente de tantas cosas básicas. Fue albañil, emigró joven a Francia, donde trabajó en el departamento de vías y obras de los ferrocarriles franceses y volvió al calor de los inicios del polígono industrial. Se casó y pudo hacerse con una parcela de extensión agraria en Arenillas que labró con sus propias manos y sembró de naranjos. Todo trabajo le parecía poco, para sacar adelante a los suyos. Cuando estaba mi casa en construcción, le contraté para hacer la tapia y así entró en mi vida y en la de mi familia y se quedó para siempre.

Durante el verano, se ayudaba con sus dos hijos adolescentes José Mari y Pablo, a los que enseñó no sólo un oficio, también una forma de entender la vida, basada en el esfuerzo y la positividad. Casi todos los días, en torno a un cafelito, charlábamos de lo divino y lo humano y disfrutaba de sus conocimientos y del impresionante sentido común que manifestaba, siempre. Juan era capaz de predecir tras una larga sequía, cuando empezaría a llover, simplemente fijándose en los agujeros que hacían las lombrices en la tierra y nunca fallaba. A un amigo, le salvó la vida porque asoció su rara enfermedad a la picadura de una extraña araña. Podía improvisar soluciones a problemas mecánicos, con cuerdas y alambres. Nada escapaba a su curiosidad insaciable y nunca se daba por vencido. Tuvo un amor constante por sus dos Pepitas, madre e hija y sobre todo por el pequeño Juanito porque era el que más lo necesitaba. Una maldita pandilla ejerció una mala influencia sobre él, los malditos Celtas cortos que no podía dejar de fumar. A la vuelta de la última Navidad, su mujer me dio la triste noticia de su muerte. Recordábamos que yo siempre le decía que si había que ir a la guerra, lo quería a él de compañero. Todo el mundo sabe en El Embarcadero que el bueno de mi amigo Juan García Cruz, pasó por la vida ayudando a sus semejantes y en los naranjales del Cielo, estará enseñándole a San Pedro, cómo se hace un buen injerto.

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