Caspa

El género humano se divide en dos: los que ven la caspa en los hombros de los demás y los que no la ven o prefieren no verla

S UPONGO que el género humano se divide en dos mitades: la de los que ven la caspa en los hombros de los demás y la de los que no la ven o prefieren no verla. El primer grupo es el de los que consideran la caspa ajena un motivo para sentirse superior a la otra persona, o incluso para menospreciarla o para burlarse de ella (por desaseada, por neurótica, por poco cuidadosa). Y el segundo grupo es el de los que ven la caspa en los hombros ajenos y enseguida piensan en las molestias e inseguridades que esa caspa le ocasionará a su poseedor, así que se compadecen de él (pensando también que nadie está libre de sufrir ese problema, empezando por uno mismo). Dicho en términos literarios, el primer grupo sería el de los quevedianos; el segundo, el de los cervantinos. El primer grupo, me temo, es el más numeroso.

Donald Trump pertenece sin duda al primer grupo. En el Despacho Oval de la Casa Blanca, al estrechar la mano de Emmanuel Macron, de visita oficial en Estados Unidos, le soltó ni corto ni perezoso: "Voy a quitarte esta caspa". Y acto seguido, ante docenas de periodistas y cámaras de televisión, pasó la mano por el hombro de Macron y retiró con gesto displicente esos tristes copitos de nieve caídos a destiempo. Le dio igual la humillación mayúscula que iba a provocar en Macron; le dio igual demostrar a todo el mundo que no sabía controlar sus impulsos de adolescente malcriado; le dio igual que una persona adulta y educada habría desviado la vista y se habría dedicado a pensar en otra cosa. Cualquiera que posea un mínimo de psicología sabe que los niños, sobre todo si son egoístas y mal educados, no saben contenerse cuando ven algo que no les gusta o que les parece cómico o ridículo. El adulto, en cambio, aprende a controlarse. Aprender a convivir es aprender a disculpar. En eso consiste, supongo, eso que llamamos civilización.

Nunca me cayó bien Donald Trump, y me pregunto si no se habrá dado cuenta de que todos los que lo hemos visto sentimos el deseo imperioso de tocarle ese extraño adminículo capilar de color amarillo que lleva planchado en la cabeza. ¿Es pelo de verdad? ¿Es pelo artificial pegado con un esparadrapo? ¿O es una excrecencia mutante fruto de una alteración genética? No lo sabemos. Si yo fuera Macron, aprovecharía el siguiente encuentro en la Casa Blanca, ante las cámaras y los fotógrafos, para salir por fin de dudas.

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