A estas alturas, si me preguntan cuál es la plaga que considero más peligrosa para el futuro del planeta, mi respuesta es clara: será la idiotez la que acabará matándonos como especie, el fenómeno que terminará negándonos cualquier oportunidad de supervivencia. Proliferan idiotas de toda raza, credo e ideología y manifiestan una perseverancia y una productividad innegables. Basta con informarse en cualquier medio de comunicación o con adentrarse en la grillera de las redes para reparar en el auge de una clase social nueva -la de los imbéciles- que, convenientemente organizada, coloniza cada instante de nuestra cotidianeidad con su memez creciente.

Me opondrán que majaretas hubo siempre. Sí, sin duda. Pero el sentido común colectivo los identificaba, aislaba y acallaba de inmediato. Es justamente eso lo que ha cambiado: ahora, los orates encuentran todos los altavoces abiertos, se difunden adlibitum sus gansadas, propiciándose, por simple imitación, el éxito de su cretinismo desatado.

Hay -el lector los conoce- ejemplos a miles. Por reciente, me detendré hoy en la moda que propugna consumir agua cruda, esto es, agua que no ha sido filtrada ni tratada. Con el argumento de que el cloro se usa para mantener a la ciudadanía sumisa y dócil, ganan terreno los defensores de lo natural. Nada de potabilizar. Lo sensato es calmar la sed -a seis euros el litro- con un "agua viva", llena de "probióticos beneficiosos para el organismo". Ya pueden los expertos desgañitarse en la defensa de la higiene alimentaria: debemos acercarnos a nuestros ancestros, insistir en la pulsión antiprogreso y volver -¡qué modernos somos!- a las viejas prácticas de riesgo.

Algo parecido ocurre con la leche: también aumentan los adeptos a tomarla tal cual se extrae de las ubres de la vaca. La pasteurización y la esterilización, intromisiones horrendas de la mano del hombre, provocan una ingesta artificial, supresora de nutrientes y, al cabo, insana.

No sé cuánto de interés económico y cuánto de pura ignorancia hay detrás de estas corrientes crudívoras. Pero sí que son una prueba patente de lo que afirmé al inicio: la idiotez, incluso la idiotez manifiesta, encuentra cada vez mayor eco, engatusa conciencias y se extiende como epidemia letal. La idiocia en todos los campos de nuestra inefable realidad constituye el signo de los tiempos que llegan, tan crudos ellos como el cerebro de quienes la impulsan, razonan y predican.

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