Cuando el teléfono no cesa de sonar y la montaña de papeles rebasa la altura de la pantalla del ordenador, las señales son claras e inequívocas de que la semana va a ser dura en el juzgado madrileño de la Villa de París. El horario del Supremo permite muy pocas concesiones al tiempo, el ocio y a la vida familiar pero en muchas ocasiones, la devoción se supera encontrando espacio y luz cuando menos se espera. No es una semana cualquiera, no es un mes cualquiera, no es un momento cualquiera del año, es la Semana del Señor.

No hará más de un lustro cuando aquellas vacaciones familiares organizadas en el Norte de África comenzaron como casi siempre, con riñas y algún que otro imprevisto, como es el caso del cierre del puerto marítimo por inclemencias del tiempo. ¡Qué remedio! Salir a dar una vuelta por Algeciras, tapear algo "a la andaluza" y disfrutar de la temperatura de una primavera avanzada aunque el dichoso Levante se encargarse de remover todos los rincones del Estrecho.

Allí estaba Él, parecía que estaba esperando. Su larga melena negra, el mechón llorado del rostro y la cintura prieta del sufriente. Manos atadas al corazón. Esa mirada hundida en los corazones de los más pobres y el amor sin medida que se respira a cada corto y acompasado paso de un caminar lánguido y doliente, que lo arrulla entre el calor del pueblo. Ya no recuerda si le dijo bienvenido, si clamó siempre tuyo o simplemente, susurró quédate conmigo.

La realidad es que desde ese instante el corazón de aquel magistrado agnóstico no fue nunca igual, cambió, mudó la piel para siempre al paso del Señor. Él como otros, la suyo como otras tantas historias son las que besan el pies de Jesús de Medinaceli cada primer viernes de marzo. Es la Semana del Señor, ¡cómo olvidarlo!

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios