Hay buen humor y hay mal humor. El humor es arbitrario, pocas veces objetivo, y lo que hace reír a carcajadas a unos apenas logra arrancar la sonrisa de otros. Y también hay gente malhumorada a la que le molesta la risa, como aquel sombrío monje de El nombre de la rosa, Jorge de Burgos, que veía en el humor un enemigo diabólico, pecaminoso, al que había que combatir. Menos mal que el malhumorado personaje no conoció a Gila, aquel que nos enseñó que todo puede ser objeto de risa, el que hizo del absurdo una bandera del ingenio y con el que aprendimos a reírnos hasta de la guerra. Y se reía de la guerra él, Gila, que tuvo que sufrir en sus carnes la experiencia de enfrentarse a un pelotón de fusilamiento que, en su caso, demostró poca puntería. Gila se hizo el muerto, y vivo lo dejaron en una cuneta creyéndolo muerto. Suerte que tuvo. Luego, el monstruo de Gila comenzó a reírse de la guerra.

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